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CONSERVAR Y PERFECCIONAR LA UNION
En la alegría
Importa grandemente vigilar nuestras alegrías.
¿Qué es, en efecto, la alegría sino la expansión del alma en la posesión de lo que ama? La naturaleza de nuestra alegría manifiesta la naturaleza de nuestro amor; su pureza, la pureza de nuestro corazón. Con viene, por lo tanto, vigilar con un exacto cui dado, para que no nos alejemos de Dios en la alegría y practiquemos el consejo de San Pablo: Tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo.
Alegrémonos con Jesús, y solamente de lo que le alegra, sea en nosotros, en el prójimo o en sí mismo. En todas las cosas debemos tener cuidado de estar con Dios, pero, sobre todo, en la alegría y en el amor.
La fuente de la alegría:
Las criaturas nos proporcionan alegrías. Algunas, las de la amistad, por ejemplo, son exquisitas. No está prohibido gustarlas, porque vienen de Dios. Pero tengamos cuidado de llevarlas a Dios. No amemos nada fuera de El, ni amemos nada sin El. Amemos a todos los seres como El los ama. Amémoslos en El. Esta unión con Dios hará que nuestras alegrías sean puras, seguras y soberanamente libres.
Pero estas alegrías no son más que secundarias. Para el cristiano la alegría fundamental es saber que Dios existe. ¡Dios existe! El Infinito, el Ser esencial y necesario, la Causa de todo, la Verdad, la Hermosura, el Bien, la Bondad, el Poder, la Santidad, la soberana Pureza, la Justicia y el Amor... ¡Dios existe y Dios es todo esto! ¡Y existe eternamente, inmutablemente, infinitamente!... Dios existe y se conoce y se ama. Es uno y es tres: es el Padre, el Verbo y el Espíritu. El Padre despliega su vida infinita en su Hijo, que es su Pensamiento y su Gloria, y los dos se consuman en la unidad de su común Amor, el Espíritu Santo, término subsistente y eterno de su Beso misterioso, de su Alegría, de su infinito Regocijo. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se aman con un amor sin medida: son felices, infinitamente felices, eternamente felices, inmutablemente felices... ¡Y nos llaman a comunicar en su Vida, eternamente!
Saber esto es para el alma amante la fuente de una alegría sin fin y la mayor de todas. Alegrarse de que Dios es Dios, alegrarse de la alegría de Dios es un acto sublime y santísimo: es la caridad pura. Esta alegría arranca al alma de las miserias de la pobre vida humana para levantarla por encima de todo y hacerla entrar en la vida íntima de la adorable Trinidad, en lo que San Pablo llama las profundidades de Dios. Ella hacía cantar a David: Señor, quien te mira rebosa de alegría. Esta alegría es uno de los frutos más divinos de la presencia y de la operación del Espíritu Santo en la criatura rescatada. Deifica al alma.
A esta alegría hay que referir todas las demás. Esto será fácil si nos acordamos que todas nuestras alegrías no son ni pueden ser otra cosa que una redundancia de la alegría del Espíritu Santo que se nos ha dado.
La fuente de toda alegría está en nosotros. Del seno de aquel que cree en Mí manarán ríos de agua viva. Y el Evangelista añade: Esto lo decía Jesús por el Espíritu que debían recibir los que creyesen en E. El bautismo ha abierto esta fuente interior. Cada Comunión la ensancha. Un río caudaloso alegra la ciudad de Dios, el santuario donde mora el Altísimo.
La menor verdad de fe es un mundo de alegría donde nuestra alma puede dilatarse a cada momento: Porque creéis, os veréis colmados de una alegría indecible, dice el Príncipe de los Apóstoles. Seréis como un huerto bien regado, y como manantial perenne cuyas aguas jamás faltarán, añade Isaías.
Por lo tanto, depende de nosotros vivir en la alegría. ¡Y qué alegría! Hay alegrías humanas verdaderas y puras, pero que no mueven más que la superficie del alma: las alegrías divinas penetran hasta la médula de los huesos. Sí, la verdadera alegría, esencial, la que nadie nos puede arrebatar, brota de la presencia en nosotros de la adorable Trinidad. ¿Qué es lo que podría turbar la paz y romper la armonía de un alma que se siente rodeada de lo divino?