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PERFECCIONAR LA UNIÓN
Fundada sobre el estado de gracia santificante, la unión con Dios puede existir en grados muy diversos. En la escala de la perfección los grados son casi infinitos. La Comunión de la mañana nos establece en esta unión de amor que hemos tratado de describir. Más ¡ay! esta unión puede debilitarse; pero también puede sin cesar hacerse más perfecta. El esfuerzo del cristiano en el curso de la jornada debe ser precisamente aumentar y perfeccionar la unión eucarística. Un medio muy eficaz es la repetición de actos de deseo y de amor.
Repetición de actos de deseo
Daniel recibió comunicación del miste rio de Cristo porque era hombre de deseo. Un alma que desea a Jesús no puede menos de entrar profundamente en el conocimiento y en el gusto de sus misterios.
El deseo elimina los obstáculos y abre la puerta del alma por la cual se realizan las maravillosas palabras del Apocalipsis: He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escuchare mi voz y me abriere la puerta entraré a él, y con él cenaré y él conmigo.
El deseo dilata el alma y la adapta al objeto deseado; la hace proporcionada, por decirlo así, a Dios. El Padre celestial se dignó asegurárselo a Santa Catalina de Siena:
«Ninguna virtud puede mereceros la vida eterna si me servís de una manera finita, porque Yo, el Dios infinito, quiero ser servido de una manera infinita; y así vosotros no tenéis infinito más que el deseo y la aspiración de vuestra alma. Mas este deseo, decía El todavía, como todas las demás virtudes, no tiene valor sino por Cristo crucificado, mi único Hijo».
Estará muy bien excitar en el alma el deseo de la Comunión. «El perfecto ejercicio del amor, dice Bossuet, es desear sin cesar recibir a Jesucristo. La mesa está puesta; faltan los convidados; mas, ¡oh Jesús!, Vos los llamáis».
La vida de muchos Santos ha sido una larga y encendida aspiración de su alma hacia la unión eucarística. San Ignacio Mártir escribía a los romanos: «No deseo yo los placeres de este mundo, sino que deseo el pan de Dios, el pan del cielo, el pan de vida, la carne de Jesucristo. Ardo por embriagarme de esta bebida que es su sangre, la cual enciende en nosotros un amor incorruptible, dándonos la prenda de la vida eterna».
Santa Catalina de Siena suspiraba noche y día después de la Comunión. Desde que despuntaba el alba corría a la iglesia literalmente llevada por su deseo, cuyo ardor comunicaba el movimiento a su cuerpo destrozado. «Padre mío, tengo hambre», decía con frecuencia al Beato Raimundo para expresarle su necesidad de comulgar. «Por amor de Dios, dad a mi alma su alimento».
Santa Margarita María decía: «Mi corazón se siente consumido por el deseo de amar a mi Dios, y esto me da un deseo insaciable de la Comunión y del sufrimiento... Un día de Viernes Santo, refiere ella, encontrándome con un deseo ardiente de recibir a Nuestro Señor, le dije con muchas lágrimas:
«Amable Jesús, quiero consumirme deseándoos, y no pudiendo poseeros en este día, no cesaré de desearos». Vino a consolarme con su dulce presencia y me dijo: «Hija mía, tu deseo ha penetrado tan profundamente en mi corazón, que si no hubiera instituido este sacramento de amor, lo haría ahora para hacerme tu alimento. Tengo tanto placer de ser en él deseado, que cuantas veces el corazón forma este deseo, otras tantas Yo le miro para atraerlo a Mí».
En el tabernáculo parece que Jesús está, como en otro tiempo bajo los pórticos del Templo, en pie, y diciendo a la multitud: ¡Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba o renovando la invitación de la divina Sabiduría: Venid a Mí todos los que os halláis presos de mi amor, y saciaos.