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4 mayo 2024

Santa Ana Catalina Emmerick. La vida oculta de la Virgen María.

EL TERCER TRAJE

Después de la comida pasaron todos otra vez a la estancia del altar, donde volvieron a desvestir a la niña e inmediatamente la pusieron el traje de ceremonia. {La hermana de Santa Ana y un sacerdote la revistieron de los nuevos vestidos. El sacerdote explicaba el significado de cada pieza, relacionándola con cosas espirituales.}

Era un caftán color añil con flores amarillas, recogido y abullonado por un bolero o corpiño bordado en colores que terminaba en pico. La pechera y la espalda del corpiño estaban atados en ambos costados.

Encima la pusieron una capa añil, más amplia y solemne que los anteriores, que por detrás terminaba en redondo y tenía algo de cola. Tenía por delante a cada lado tres franjas bordadas en plata de arriba abajo y entre ellas se veían esparcidos capullos de rosa de oro. La capa se cerraba sobre el pecho con una tira horizontal, que a su vez estaba sujeta al corpiño con un botón para que no se abriera.

La capa estaba abierta hasta por debajo del corpiño y formaba a los lados dos espacios para descansar los brazos. Más abajo, la capa estaba cerrada con botones o ganchos y entre sus bordes dejaba ver de allí hasta abajo cinco franjas de bordados. La orla también estaba bordada. La espalda de la capa caía en amplios pliegues que se veían por ambos lados junto a los brazos.

Después la pusieron un velo grande tornasolado que era por un lado blanco y por el otro añil, y que le caía hasta los ojos. Esta vez la pusieron la corona, que consistía en un aro delgado y ancho, cuyo borde superior era más amplio que el inferior y que estaba festoneado y con botones. La corona estaba cerrada por arriba con cinco arcos que se reunían en un botón. Los arcos estaban forrados de seda, pero el aro de la corona, que por dentro brillaba dorado, estaba adornado con rositas de seda y cinco perlas o piedras preciosas.

Con este traje solemne, cuya significación también la explicó minuciosamente el sacerdote, llevaron a María al estrado escalonado que estaba delante del altar. Las niñas estaban a sus lados.

María declaró entonces a lo que se obligaba a renunciar en el Templo: No quería comer carne ni pescado, ni beber leche sino agua con zumo de caña que es lo que beben los pobres en la Tierra Prometida, algo así como el agua de cebada o de arroz que beben los nuestros. De vez en cuando tomaría también un poco de zumo de terebinto en el agua, que es como un aceite blanco que se estira mucho y es muy reconfortante, pero no tan fino como el bálsamo.

Renunció a todas las especias y no quería tomar más fruta que una especie de bayas amarillas que crecen en racimitos; las conozco bien, allí las toman los niños y la gente modesta. Quería dormir en el suelo desnudo y levantarse a rezar tres veces por la noche; las otras chicas solo se levantaban una.

Con estas palabras, los padres de María se conmovieron profundamente y Joaquín la abrazó llorando y la dijo:

—¡Hija mía querida; eso es demasiado duro! ¡Si quieres vivir tan austeramente, tu viejo padre no llegará a verte más!

Era muy conmovedor escuchar todo esto; pero los sacerdotes la dijeron que se levantara por la noche solamente una vez como las demás chicas, y además suavizaron las demás condiciones: por ejemplo, los días festivos, María debería comer pescado.

En Jerusalén había un gran mercado de pescado situado en uno de los parajes más bajos de la ciudad, que recibía también el agua del estanque de Betesda. Como una vez se secó, Herodes quiso construir un acueducto y pagar los costos vendiendo las vestiduras sagradas y los vasos del Templo, con lo que casi organizó un levantamiento. Los esenios de todas partes vinieron a Jerusalén a oponerse, pues ahora me acuerdo de repente que ellos tienen la inspección de las vestiduras sacerdotales.

Los sacerdotes aún la dijeron más:

—Muchas de las otras doncellas que han sido aceptadas en el Templo sin ajuar ni manutención se han comprometido con permiso de sus padres, tan pronto lo permiten sus fuerzas, a lavar las vestiduras sacerdotales salpicadas de sangre y otros paños de lana gruesa. Es un trabajo pesado que a menudo cuesta ensangrentarse las manos; tú no tienes necesidad porque tus padres van a mantenerte.

Inmediatamente María expuso sin titubeos que también emprendería a gusto este trabajo si la consideraban digna de ello, y con tales preguntas y respuestas se completó la fiesta de investidura.

Durante estas ceremonias sagradas vi a María tan alta que sobresalía por encima de los sacerdotes, con lo que se me daba imagen de su gracia y su sabiduría. Los sacerdotes estaban embargados de jubiloso asombro.

LA BENDICIÓN DE MARÍA

Como conclusión de los actos, vi que el sacerdote principal bendijo a María. La niña estaba de pie en el tronito elevado entre dos sacerdotes. El que la bendijo, estaba frente a ella, y los otros dos a sus lados. Los sacerdotes rezaron oraciones de los rollos, contestándose alternativamente. El sacerdote principal la bendijo extendiendo sus manos sobre ella.

Con esta ocasión se me ofreció una maravillosa mirada al interior de la Niña María. Con la bendición del sacerdote la vi completamente transida de luz. En una gloria inexpresable bajo su corazón tuve la misma visión que al contemplar el Santísimo del Arca de la Alianza: en un círculo luminoso de la forma del cáliz de Melquisedec vi las indescriptibles figuras luminosas de la Bendición que eran como trigo y vino, carne y sangre que se esforzaran en reunirse.

Al mismo tiempo vi encima de esta aparición como si el corazón de María se abriera como la puerta de un templo, y que el Misterio, en torno al cual se había formado una especie de trono celestial con gemas llenas de significado, entraba en su corazón abierto. Fue como ver entrar el Arca de la Alianza en el Santísimo del Templo.

Cuando esto pasó, su corazón cobijó el sumo bien que había entonces en la Tierra. Ya no lo vi más y solo vi a la santa niña traspasada por la gloria de su ardiente intimidad; levitaba sobre el suelo como transfigurada. Durante esta aparición supe también que uno de los sacerdotes [que, cuando lo narró en 1820, Ana Catalina creía que era Zacarías] tuvo por aviso divino la convicción interior de que María era el vaso elegido del Misterio de la Salvación, pues le vi recibir un rayo de la Bendición que yo había visto simbólicamente entrar en ella.

Los sacerdotes llevaron entonces a la niña, bendecida y con sus máximas galas, a sus conmovidos padres. Ana levantó la niña hasta su pecho y la besó con solemne recogimiento. Muy conmovido, Joaquín la tendió la mano con seriedad y respeto. La hermana mayor de María abrazó a la niña bendita y engalanada con mucha más viveza que Ana, que era reflexiva y templada en todos sus actos. María Cleofás, sobrina de la santa niña hizo como todos los niños y la echó alegremente los brazos al cuello. Cuando todos los presentes acabaron de saludar a la niña, la quitaron el traje de fiesta y apareció de nuevo con sus ropas habituales.

Hacia el anochecer, varios de los presentes y entre ellos los sacerdotes, regresaron a sus casas. Vi que tomaron un bocado de pie, pues en una mesa baja había panecillos y frutas en fuentes y platitos. Todos bebían de la misma jarra. Las mujeres comían aparte.