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31 mayo 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

2. La crucifixión

Sobre el hecho de la crucifixión los Evangelistas son muy concisos: «Y le dieron a beber vino mezclado con hiel» (San Marcos dice vino mezclado con mirra: en cualquier caso se trataba de entorpecer los sentidos y así se mitigaran los padecimientos de la crucifixión), pero Jesús, una vez probado no lo quiso beber. «Después de crucificado, repartieron sus vestidos, echándolos a suertes. Y sentándose, le custodiaban allí» (Mt 27, 34-36). San Marcos añade un dato: «Era la hora tercia cuando le crucificaron» (Me 15, 25). San Lucas menciona que «le crucificaron allí a Él y a los dos ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda» (Le 23, 33) y San Juan dice lo mismo de modo ligeramente distinto: «le crucificaron, y con Él a otros dos, uno a cada lado y en el centro Jesús» (Jn 19, 18).

Era, pues, la hora tercia (las doce de la mañana) cuando al llegar al Calvario los soldados procedieron a crucificar a los condenados. El reo era tendido en tierra con el rostro hacia arriba y los brazos abiertos al palo horizontal de la cruz que había llevado él mismo. En tal posición, las manos eran clavadas al palo. Ejecutada esta primera etapa, el reo —probablemente mediante una cuerda que le ceñían al pecho y correría por las extremidades del palo vertical plantado en tierra— «era elevado sobre el stipes para ser colocado a horcajadas sobre el sedile. Sólo teniendo en cuenta el conjunto de estas maniobras pueden aplicarse adecuadamente ciertas expresiones usadas a menudo por los escritores romanos, como ascenderé crucem (...), o irónicamente, resquiescere in cruce (...)».

Alzado el condenado de esta manera, el palo horizontal se unía con el vertical mediante clavos o cuerdas, y al fin se clavaban los pies. Para esto, naturalmente, se empleaban dos clavos, no uno solo como ha imaginado frecuentemente el arte cristiano, ya que los pies, a causa de la postura del reo a horcajadas sobre el sedile, terminábanse hallando casi a ambos lados del palo vertical y no hubieran podido sobreponerse el uno sobre el otro. Este último momento de la crucifixión lo ejecutaban fácilmente los verdugos irguiéndose de pie, ya que, como dijimos, las extremidades inferiores del condenado estaban a la altura aproximada de una persona» (Ricciotti, 600).

Después de los azotes y los golpes, de las largas horas en pie y sin descansar ni beber, de la pérdida de sangre, con el cuerpo llagado —y abiertas de nuevo las heridas de la flagelación al quitarle la túnica, pegada al cuerpo cuando, después de las burlas, se la volvieron a poner—, no es extraño que dieran a beber vino con hiel o con mirra para que le adormeciera e hicieran más soportable los dolores terribles que le causaban los soldados al crucificarle, con todas sus brusquedades, elevando el cuerpo del reo sobre el sedile, con las manos chorreando sangre por los clavos y los golpes para clavarle los pies. Jesús, apenas probado, no lo quiso beber: hubiera perdido sensibilidad para el sufrimiento, y El quería apurarlo hasta las heces:

Los soldados, después de crucificar a Jesús, tomaron su ropa e hicieron cuatro partes, una para cada soldado, y aparte la túnica, pues la túnica no tenía costuras, estaba toda ella tejida de arriba a abajo. Se dijeron entonces entre sí: No la rasguemos, sino echémosla a suertes a ver a quién le toca. Para que se cumpliera la Escritura, que dice: «Se repartieron mis ropas, y echaron a suerte mi túnica». Y así lo hicieron los soldados (Jn 19, 23-24).

Mientras lo crucificaban, Jesús, agotado, y desfigurado, apenas conservaba energías. Ya en la cruz, rompió el silencio para decir: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Le 23, 24). Algún autor se inclina por creer que se refirió a los pontífices, a los escribas y fariseos: a los realmente culpables de su pasión y muerte, y quizá fuera así. San Pablo escribió: «Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria; que no conoció ninguno de los príncipes de este siglo, pues si la hubieran conocido no hubieran crucificado al Señor de la Gloria» (1 Cor 2, 7-8).

Ya suspendido en lo alto, Jesús podía ver a la gente que contemplaba a los crucificados. Unos —los más interesados, los instigadores— permanecían allí paladeando su éxito: «Los príncipes de los sacerdotes se burlaban a una con los escribas y con los ancianos y decían: salvó a otros y a sí mismo no puede salvarse; si es el Rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él. Confió en Dios: que le salve ahora si le quiere de verdad, pues dijo: soy Hijo de Dios» (Mt 27, 41-43). Otros, los que iban de camino a la ciudad o se alejaban de ella, al pasar junto al Gólgota y ver a los ajusticiados, se detenían algunos momentos y «le injuriaban moviendo la cabeza y diciendo: ¡Ea! Tú que destruyes el Templo y lo edificas en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz» (Me 15, 29-30). También los soldados —dice San Lucas— se burlaban de él; «se acercaban y ofreciéndole vinagre decían: Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo».

Y por no ser menos que todos los demás, «incluso los que estaban crucificados con él le insultaban» (Me 15, 32). «De la misma manera, también le insultaban los ladrones que habían sido crucificados con él» (Mt 27, 44). San Juan omite esta referencia, pero San Lucas abunda en lo mismo, pero de modo más amplio y con mayor precisión:

Uno de los crucificados le injuriaba diciendo: «¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro le respondía: «¿Ni siquiera tú que estás en el mismo suplicio temes a Dios? Nosotros, en verdad, estamos merecidamente, pues recibimos lo debido por lo que hemos hecho; pero éste no hizo mal alguno». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Y le respondió: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Le 23, 39-43).

Señor, no acabo de entender del todo a quiénes te referías al decir a tu Padre que les perdonara porque no sabían lo que se hacían. Los soldados, desde luego, no lo sabían; pero algo —ya se vio antes— que dice San Pablo parece como si se refiriera a los dirigentes religiosos del pueblo judío, al Sanhedrín, aunque al hablar de «príncipes de este siglo» y no «príncipes de los sacerdotes» bien pudiera haberse referido a Pilato y a Herodes. Por otra parte, tú dijiste: «Si no hubiera venido y les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado» (Jn 15, 22), y «si no hubiera hecho entre ellos obras que ninguno otro hizo, no tendrían pecado; pero ahora no sólo han visto, sino que me aborrecieron a mí y a mi Padre. Pero es para que se cumpla la palabra que en la Ley de ellos está escrita: Me aborrecieron sin motivo» (Jn 15, 24-25). Ellos, los príncipes de los sacerdotes, y los escribas y fariseos, sí parece que sabían lo que hacían: basta leer cómo reaccionaron ante la prodigiosa resurrección de Lázaro, cuyo cadáver estaba ya descomponiéndose. Así lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 599): tu pasión y muerte violenta «no fue fruto del azar de una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios», lo cual, sin embargo, no quiere decir que los que te entregaron y maltrataron «fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios». Muy al contrario, fueron instrumentos conscientes y activos, pero tu Padre permitió «los actos nacidos de su ceguera para realizar sus designios de salvación».