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29 mayo 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

EL ARTESANO DE NAZARET (2 de 3)

Tal vez, los trabajos de san José no fuesen brillantes, ni tal vez vistosos, pero no por ello eran menos apreciados, útiles y convenientes.

Ciertamente los hombres aprecian más unos trabajos que otros e, incluso, los dividen en nobles y viles, liberales y serviles, intelectuales o manuales, pero a los ojos de Dios son otras las categorías y para Él el más noble es el que está hecho con más amor.

De este modo, un modesto carpintero puede contar mucho más ante Dios, si hace su trabajo con amor, que un catedrático que descuida la preparación de sus clases, que actúa mecánicamente, que ni ama su asignatura, ni a sus alumnos, ni a su trabajo. En el cielo nos encontraremos con personas que, habiendo hecho toda su vida trabajos muy modestos, han sido premiadas con un cielo mayor que el de otros que, habiendo brillado en la tierra, trabajaron sin amor. Bajo la aparente rusticidad de un trabajo manual se puede esconder una gran nobleza que pasa desapercibida al común de la gente, pero no así de la mirada de Dios, que penetra con profundidad en la intencionalidad del agente.

San José con su trabajo modesto y gris es un modelo para cuantos nos pasamos la vida en un trabajo oscuro y sin brillo, poco valorado y menos agradecido. Su trabajo no fue cómodo, no fue brillante, no se hizo acreedor a ninguna medalla, pero con él sacó adelante a aquella familia que es modelo y prototipo de toda familia, compuesta nada menos que por el Hijo de Dios y su Madre.

Fue un trabajo monótono, sin obras maestras, pero constante, paciente y esforzado, hecho cara a Dios, impregnado de amor. San José, sin duda, experimentó el cansancio, la fatiga, la monotonía de los días iguales, sin relieve y sin historia, pero jamás podremos encontrar una tarea más fructífera que la suya.

Alguien ha dicho que la dignidad del pobre está en trabajar bien y en saber comportarse, y ambas cosas se dieron en san José. Nunca fue un hombre de éxito, si entendemos por tal prosperar en la vida, ser aplaudido o agasajado, pero es fácil comprender que esto no le llegó a desasosegar nunca. No parece que pasase por su cabeza el cambiar de oficio, de sitio por estar siempre insatisfecho, incapaz de encontrar el sosiego necesario para trabajar a gusto. No parece que fuese este el caso de san José. El trabajo resulta fácil, aunque sea costoso, cuando se hace con amor.

Es cierto que a veces solo podemos ofrecer a Dios el cansancio, la fatiga, la desilusión de no haber conseguido una obra a nuestro gusto, pero no por ello será menos grato a Dios nuestro ofrecimiento.

Si el trabajo es colaboración con Dios, también es servicio a la comunidad, servicio a los hombres. A veces consideramos el trabajo como un negocio y, si es cierto que el trabajo es un contrato, no por ello deja de ser un servicio. El modo ordinario de servir a la comunidad, de servir a los hombres, es con nuestro trabajo.

Ello implica en primer lugar la rectitud al prestar ese servicio. Rectitud profesional para realizarlo con esa mentalidad tan ajena al «tente mientras cobro» que, con frecuencia, o al menos con más frecuencia de la debida, se hacen algunos trabajos, pero también con la rectitud moral que nos llevará a no cobrar más de lo justo aprovechándonos de la urgencia o la necesidad.

Asimismo el considerar el trabajo como servicio nos llevará a perfeccionar día a día la técnica con la que lo realicemos haciendo cada vez un trabajo mejor hecho.

San Josemaría Escrivá indicaba que el lema para nuestro trabajo debía ser: para servir, servir, y añadía: Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección.

Nuestro trabajo como servicio a la comunidad tiene que avivar en nosotros ese espíritu de servicio, el deseo de colaborar a una vida más fácil, más cómoda, más humana de los demás. Cada vez que realizamos algo, por sencillo que sea y humilde que nos parezca, estamos contribuyendo a facilitar la vida a los demás. San José no solo consideraría su trabajo como el medio de alimentar a su familia, sino también como el modo a su alcance de ayudar a los demás a vivir mejor, a trabajar más cómodos.

En los días grises del invierno, cuando resulta muy difícil o imposible el trabajo en el campo, se reunirían los hombres de la aldea en el taller de san José, donde se comentarían las incidencias del pueblo, las noticias que llegaban de Cafarnaún o de otros lugares importantes. San José los recibiría con buenos ojos, escucharía sus conversaciones sin dejar su trabajo, participaría en las mismas y no desaprovecharía la ocasión para dar un tono más sobrenatural, más trascendente a las mismas. Haría, diríamos con terminología más actual, apostolado con sus convecinos haciéndoles ver la mano de Dios en los acontecimientos cotidianos.

S. Josemaría Escrivá acostumbraba a decir que nuestra condición de hombres y mujeres normales, insertos en medio del mundo, de la calle, debía llevamos a santificar a los demás con nuestro trabajo.

En la homilía ya citada, pronunciada en la fiesta de san José del año 1963, decía: El trabajo profesional es también apostolado, ocasión de entrega a los demás hombres, para revelarles a Cristo y llevarlos hacia Dios Padre, consecuencia de la caridad que el Espíritu Santo derrama en las almas. (...) Los hombres tienen necesidad del pan de la tierra que sostenga sus vidas, y también del pan del cielo que ilumine y dé calor a sus corazones. Con vuestro trabajo mismo, con las iniciativas que se promuevan a partir de esa tarea, en vuestras conversaciones, en vuestro trato, podéis y debéis concretar ese precepto apostólico.

Una prueba de esa santificación con el trabajo nos la dan los primeros cristianos. Ellos no se marcharon del mundo, no dejaron las ocupaciones a que se dedicaban antes de encontrar a Cristo; el que era militar siguió siendo militar, el guarnicionero siguió siéndolo, y lo mismo el comerciante, el agricultor o el esclavo, que siguió siendo esclavo y, desde el lugar que cada uno ocupaba en la sociedad, fue comunicando a sus colegas y compañeros el mensaje de Cristo, primero, con su ejemplo y, después, con su palabra, pues la fe, como diría san Pablo, entra por el oído. Y aquel grupito sobre el que descendió el Espíritu Santo el día de Pentecostés, que con esfuerzo llegaba al centenar, se convirtió unos años más tarde en varios millares. Doscientos años más tarde habían superado el millón y, sin necesidad de huelgas, manifestaciones o revoluciones, transformaron una cultura de muerte en otra de vida y con su revolución del amor dignificaron la condición de la mujer y acabaron con la lacra de la esclavitud.

No se salieron de su sitio, no dejaron su profesión, pero, en ella y desde ella, difundieron el mensaje de amor que había traído Jesucristo. Fueron perseguidos, vejados, calumniados, pero aún no habían transcurrido doscientos años de la Ascensión del Señor a los cielos y ya podía decir con verdad Tertuliano: somos de ayer y ya lo llenamos todo.

Vivimos en una sociedad, la de los inicios del siglo xxi, que coincide en muchos aspectos con la sociedad del siglo i, cuando el cristianismo inició su andadura en el mundo. También hoy impera la cultura de la muerte considerando a la sociedad como progresista cuando nos retrotrae a aquella época. Hoy, como entonces, se aplaude el aborto y la eutanasia, se predica el amor libre y el divorcio y se considera un derecho la prostitución, considerada después como una esclavitud. También hoy, como entonces, se narcotiza a las masas con el panem et circenses -pan y circo- con el consumismo y la droga, el hedonismo y el dinero y, tal vez, Dios espera que los cristianos de hoy nos decidamos a servir a la sociedad en la que vivimos, desde nuestro trabajo y ocupación, difundiendo, con nuestra vida primero y después con nuestra palabra, el mensaje maravilloso de amor que trajo Jesucristo a la tierra y que, sin duda, vivió san José en una especie de adelanto, desde su taller de Nazaret.