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CONSERVAR Y PERFECCIONAR LA UNION
En las desolaciones del alma
En algunos momentos parece que Dios en persona toma partido contra nosotros y nos obliga a combates terribles. Los dolores que entonces nos envía son, entre todos, los mayores y más terribles. Son también los más raros, porque la mayor parte de las personas es incapaz de conocerlos. Lo consuman todo.
Al principio, el sufrimiento tenía por fin satisfacer la divina justicia y probar el amor: los dolores presentes deben marcar el alma con el sello supremo de la perfección, imprimirle la suprema semejanza con Cristo.
Vienen directamente de Dios. Su raíz profunda es la infinita santidad de Dios: su causa inmediata, los misteriosos y terribles procedimientos del Espíritu Santo, que, queriendo que el alma participe de la eterna y soberana Pureza, la coge, la despoja, la deshace, la abandona, la vuelve a coger, hasta la tritura, la anega en la amargura y le inflige mil heridas sin nombre hasta su transformación completa. Es Dios mismo el que obra sin intermediario para alcanzar las secretas profundidades, hasta aquel último fondo del alma que El solo puede escudriñar, para examinar rigurosamente todas las potencias del espíritu y todos los repliegues del corazón: La palabra de Dios es viva y eficaz y más penetrante que cualquiera espada de dos filos, y que entra y penetra hasta los pliegues del alma y del espíritu, hasta las junturas y tuétanos, y discierne y califica los pensamientos y las intenciones del corazón.
En estas horas todo es doloroso, hasta el recuerdo de las gracias recibidas, porque el Espíritu Santo derrama en el alma una luz secreta y purísima que, esclareciendo por una parte su miseria y por otra la grandeza de Dios, deja todo lo demás en una noche profunda, destruye todas las ayudas naturales, la coloca en una insoportable soledad en presencia del Muy Santo, la sume en tinieblas espirituales muy temibles, y, con frecuencia, hasta en un terror lleno de angustia. Es Dios que quiere purificarlo todo, porque nuestro Dios es un fuego devorador.
¿Qué hacer entonces? Entregarse a la acción divina. Resistirla sería perjudicial, y además, las más de las veces, imposible. Puesto que es el mismo Espíritu Santo el que obra, permanecer en este dolor purificador es también permanecer con Dios.
La unión con Cristo Jesús y con su Pasión es más útil que nunca. Por grande que sea la desolación del alma, nunca se acercará al abandono absoluto del alma santa de Cristo en las horribles horas en que se le oía gemir: Mi alma siente angustias mortales... Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?, y donde se veía a Dios Padre «dar libertad contra este Hijo amado a todo el poder de los infiernos, y parecer, al mismo tiempo, que retiraba toda protección del cielo». Su dolor, dice el Profeta, es inmenso como el mar.
Pero conviene también saber que hasta la unión con Jesús, ordinariamente tan dulce y tan consoladora, está entonces como helada, muda y dolorosa. El corazón no la siente. Es en la fe donde se hace. Y en la fe es donde el alma debe estar unida y en cierto modo agarrada a Dios. La fe es el único refugio, el reino inmutable de que habla San Pablo: En la fe permanecemos firmes.
Más que nunca, la pobre alma desamparada debe creer en el excesivo amor, y, como Moisés, permanecer inquebrantable en su fe como si viera al Invisible. Debe creer que nunca la ha amado Dios tanto como en esos momentos en que parece rechazarla, y que nunca le ha estado tan presente. «Cuanto más te crees abandonada, decía Nuestro Señor a la Beata Angela de Foligno, eres más amada y estrechada contra El... ¡Oh amada mía! Has de saber que en este estado, Dios y tú, os sois más íntimos el uno al otro que nunca». Repitamos entonces las palabras de San Juan: Nosotros creemos en el amor que nos tiene Dios.
En estas horas benditas de desolación interior, o, por mejor decir, de purificación sobrenatural, se realizan grandes misterios: el Amor consuma la unión del alma con su Dios, según la promesa que ha hecho: Te desposaré conmigo en la fe por una unión eterna. De esta manera, cumplida la hora de la purificación, aparece la esposa revestida de pureza, de alegría y de fuerza: ¿Quién es ésta que sube del desierto rebosando en delicias apayasa en su amado?
En resumen, cuando el alma está en la prueba no debe hacer otra cosa que mantenerse estrechamente unida con Cristo Jesús, y por las llagas de su santa Humanidad penetrar en la Divinidad.
El alma sacrificada es un holocausto, una hostia. Que consienta en él; y así, no solamente su holocausto se une al holocausto de Jesús, sino que se funda en el suyo, y es para Dios, con Jesús, un holocausto único gloriosísimo. Toda la Trinidad tiene en ella sus complacencias: el Padre, reconociendo en ella los rasgos de su Hijo amado, le comunica su inefable ternura; el Verbo, viéndola continuar su Pasión redentora, la atrae como a una esposa escogida; el Espíritu Santo ama en ella un instrumento perfecto de su gracia para la santificación de la Iglesia y se hace su inspirador y su gobernador.
No nos quejemos, pues, de sufrir. Vayamos a la cruz con la espontaneidad de Jesús, que se ofreció a Sí mismo en hostia de olor suavísimo. «Si la envidia pudiera penetrar en el reino del amor eterno, dice San Francisco de Sales, los ángeles envidiarían los sufrimientos de un Dios por el hombre y los del hombre por Dios».
Bienaventurado dolor, bienaventurada muerte que permite decir con el Apóstol: Estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo, y si yo vivo ahora, no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí. La vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a Sí mismo a la muerte por mí.
San Bernardo: «¿Qué harás tú, oh esposa de Cristo? ¿Quieres penetrar en ese santuario tan santo y tan sagrado donde se ve al Hijo en el Padre y al Padre en el Hijo? ¿Quieres habitar con la Trinidad adorable? Puedes conseguirlo si tienes fe. porque todo es posible a QUIEN cree. ¿Qué cosa no encuentra la fe? Lo inaccesible lo alcanza, lo desconocido lo descubre, lo inmenso lo abarca. Abre tu corazón, encierras al eterno» (Serm 76, in Cant.).
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Sálvame, ¡oh Dios!, porque las aguas han penetra do hasta mi alma.
Atollado estoy en un profundísimo cieno, sin hallar dónde afirmar el pie.
Llegué a alta mar y sumergióme la tempestad. Fatiguéme en dar voces; secóseme la garganta.
Desfallecieron mis ojos de puro tenerlos fijos hacia el cielo, aguardando a mi Dios...
¡Oh Dios, tus caminos son santos!...
Bendice, ¡oh alma mía!, al Señor.
Y bendigan todas mis entrañas su santo nombre.
Bendice, ¡oh alma mía!, al Señor.
El es quien perdona todas tus maldades, quien sana todas tus dolencias.
Por El se renueva tu juventud como la del águila. Su bondad es eterna.
¡Dichoso es quien se confía en el Señor!
¡Aleluya!
Salmos