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15 mayo 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

ALEGRÍAS DE SAN JOSÉ (3 de 3)

El que se sabe hijo de Dios, se sabe en sus manos y ello origina paz, seguridad, alegría. Si salen las cosas bien, alegrémonos, bendiciendo a Dios que pone el incremento. ¿Salen mal? Alegrémonos, bendiciendo a Dios que nos hace participar de su dulce Cruz (Camino, 658). O aquella recomendación de la Escritura Santa: Ve, come con alegría tu pan y bebe con buen ánimo tu vino; porque Dios hace tiempo que se complace en tus obras.

Ese vivir sabiendo que alguien se ocupa de nosotros y que ese alguien es nada menos que Dios debe darnos paz y alegría, por eso se ha podido afirmar que el verdadero cristiano no es un hombre piadoso, aunque lo sea, sino un hombre feliz; un hombre que no necesita de grandes montajes para serlo, sino que descubrirá ese gozo, esa alegría en las cosas sencillas que se encuentra en el camino.

San Francisco de Asís nos recordaba esos motivos insertos en la naturaleza y alababa a Dios por el hermano sol y por la blanca luna, y por la estrellas: tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son y brillan en los cielos; y por la hermana agua, y por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol; y por la madre tierra, y por la hierba y por los frutos y por las flores. Todo era para él motivo de alegría porque todo lo veía como puesto a su paso por su padre Dios.

Veía a Dios en todas las cosas de la tierra: en las personas, en los sucesos, en lo grande y en lo pequeño, en lo que le agradaba y en aquello que consideraba doloroso. Por eso cantaba a las criaturas, alababa a su Señor.

La alegría de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y el silencio; la alegría, a veces austera, del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales, decía el Papa Pablo VI.

Son muchos los ejemplos contenidos en los evangelios de las veces que el Señor se serviría de estos hechos gozosos de la vida ordinaria para anunciar a sus oyentes las maravillas del reino de Dios: nos habla del gozo del labrador que recoge los haces de mieses, de la alegría de la mujer que ha encontrado algo que había perdido, del hombre que se encontró un tesoro o de la alegría de un banquete de bodas.

Servid al Señor con alegría, dice el salmista y san Pablo asegura a los cristianos de Corinto que Dios ama al que da con alegría.

A nadie le agrada recibir un servicio prestado con mala cara, de mala gana, pero a todos alegra ver una cara sonriente, amable en la persona a la que hemos solicitado algo.

A Dios tampoco le gusta que le sirvamos con mala cara, a remolque, con desidia.

Servir al señor siempre con alegría es damos generosamente a los demás. Si tenemos como norma el alegre servicio a Dios, no dependerá nuestro servicio de los cambiantes estados de ánimo, de los vaivenes de nuestro carácter, de las facilidades o dificultades del servicio. Sabemos que detrás de nosotros está Dios y que, si Él cuida las flores del campo y las aves del cielo, con mayor interés deberá cuidar a cada uno de nosotros, que somos sus hijos.

Este fue, sin duda, el servicio de san José. Le sería fácil sonreír teniendo a su lado a Jesús, contemplando el rostro inmaculado de su esposa la Virgen, pero también sabría hacerlo al cliente cargante o moroso a la hora de abonar sus servicios, al gracioso de turno o, incluso, al impertinente.

Alguien ha definido a san José como el hombre de la sonrisa, y motivos tenemos para considerarlo así, aunque nada de ello haya sido consignado en el Evangelio.

Sí se nos muestra sereno, rebosante de paz, aun en medio de las dificultades por las que hubo de pasar. Nunca perdió los nervios porque, siendo justo, recto y leal, vio siempre la voluntad de Dios en todos los acontecimientos de la vida, considerándolos como luz encendida que guiaba sus pasos.

Siempre vivió y reaccionó ante los acontecimientos de la vida con la clara conciencia de que Dios le había puesto en el mundo para que le sirviera en ellos y a ello se dedicó con la alegría de quien guarda la paz de Dios en su alma.

Caminó alegre, con serenidad: nunca se consideró desdichado por encontrar obstáculos y dificultades; nunca, consta que se lamentase; siempre volvió su mirada al cielo con fe, con esperanza, lleno de amor.

Dios puso en la vida de san José muchas alegrías, mezcladas con penas muchas veces, pero siempre venciendo la alegría que le transmitía la cercanía de quien es causa de nuestra alegría.

Es claro ejemplo de que la tristeza no es cristiana.