-
SU REINO NO TENDRÁ FIN
Nosotros, que queremos entender el Reino de Dios, hemos de pedir con fe, con humildad y sinceridad de corazón: «Señor, explícanos la parábola...». Y Jesús nos explicará entonces que es en nuestro corazón donde quiere establecer su reinado. Que es El, de hecho... el Señor del mundo y del universo, porque por El todas las cosas fueron hechas en los cielos y en la tierra, fue El quien vino a reconciliar todo el Universo Creado con el Padre. Nos explicará que Cristo reina, hoy, a la derecha del Padre y que su Reino permanecerá por toda la eternidad. La perfección de su Reino -nos dirá Jesús- no se dará aquí en esta tierra. Porque aquí, en nuestro mundo, el Reino es como un semillero, donde crecen y fructifican esas pequeñas semillas como el grano de la mostaza; o bien, como la levadura que no se ve, no se siente, pero está fermentando toda la masa. No es mucho pero vale mucho. Los que lo entienden, saben que vale la pena dado todo porque, aunque seamos pobres criaturas, hechas de barro, es en nuestras almas donde Cristo quiere reinar en primer lugar.
«Tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que El reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey» (Es Cristo que pasa, n. 181).
Si abrimos de este modo, las puertas del alma a Cristo, -como nos exhortaba el Papa Juan Pablo ll- seremos súbditos de su reino, no dominadores, sino servidores que trabajarán sin descanso por su reino. Serviremos a todos los demás hombres, nos esforzaremos para que muchos más entiendan a Cristo y vengan a trabajar por su reinado.
Sí, queremos servir, queremos ser súbditos de ese Reino tuyo, y te lo pedimos como tantos otros que se te acercaron, que te conocieron, o tuvieron la oportunidad de cruzarse contigo, en un encuentro profundamente decisivo. Como aquel ladrón arrepentido, que agonizaba a tu lado en la Cruz, y te dirigió unas palabras que le valieron su salvación eterna:
«Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». Nos gustaría oír tu voz, quebrantada por tanto sufrimiento, acogiendo aquel hombre que supo arrepentirse y pedirte perdón: «En verdad te digo: que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Le 23, 42-43).
Te pedimos como aquella mujer samaritana, junto al pozo de Jacob, donde te paraste a descansar: «Señor, dame esa agua, para que no tenga sed, ni venga aquí a sacada» (Ioh 4, 15).
Preguntamos, como Juan y Andrés, cuando por primera vez te han visto, en las orillas del Jordán, y han sentido la atracción de tu mirada: «Rabbí (que quiere decir Maestro), ¿dónde vives?» (Ioh 1,38-40). Queremos también ir contigo, quedarnos contigo, como estos dos Apóstoles. «Les dijo: Venid y veréis. Ellos fueron y vieron en dónde vivía y se quedaron con El aquel día; era como la hora décima» (Ioh 1, 38-40).
Queremos ser súbditos tuyos, pero Tú nos das mucho más de lo que pedimos: nos haces hijos de Dios, herederos de la Gloria.
Somos hijos de Dios, no solamente siervos, esclavos, sino hijos. Cuando volvemos a ti, después de una larga o corta ausencia, arrepentidos y contritos, Tú nos recibes con los brazos abiertos, porque ya nos esperabas, ya nos veías de lejos, cuando todavía no nos habíamos acercado. Y enseguida nos das el abrazo del perdón, de esa locura de amor que es sólo tuya. Nos preparas una gran fiesta, nos pones en el dedo, el anillo más precioso: «Tú eres mi hijo». Y nosotros, embriagados con tanto amor divino, apenas balbuceamos palabras de agradecimiento. Y si se diera el caso de que algún celoso y enfurruñado se quedara fuera al acecho, Tú sales enseguida a su encuentro, para cautivado y serenar aquella rabieta de hijo pequeño.
«Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido ese hijo tuyo que devoró la fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado» (Le 15, 28-30).
Y Tú, con infinita paciencia, le explicas, tomándole del brazo y conduciendo a casa al hijo terco:
«Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrado y alegrarse porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (Le 15, 11-32).
Siempre que hacemos el papel del hijo pródigo, que regresa a casa, arrepentido, o cuando a veces hacemos el papel del otro hijo, resentido y obstinado, siempre sentiremos la cercanía de un Dios que es Padre, que nos busca, que nos llama y nos habla con suavidad al oído. Y esa cercanía debe llevamos a dirigir a Él muchas veces nuestro pensamiento y nuestro corazón.
«Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. -Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.
Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ¡ya no lo haré más! -Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... -y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hacer para portarse bien!
Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos» (Camino, n. 267).
Nosotros queremos también saciar nuestra sed en esa fuente inagotable que es nuestra filiación divina. Y vivir así, trabajando en su Reino, siempre en su presencia, sintiendo sobre cada uno la protección de su mirada paternal.