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DÓCIL A LOS PLANES DE DIOS (2 de 2)
Cuenta el Libro 2º de los Reyes que llegó a conocimiento de un importante personaje sirio, general de su ejército, que padecía el mal de la lepra, que en Judea vivía un hombre de Dios que sería capaz de curarle su mal. Preparó una gran expedición, con cantidad de regalos para el rey de Judea y se puso en camino; un camino largo y lleno de dificultades. El rey lo dirigió hacia el profeta Eliseo, que no se dignó recibirlo pero que sí le indicó lo que debería hacer, si quería volver sano a su tierra: bañarse siete días seguidos en el río Jordán. Dicho personaje se sintió herido en su dignidad y dispuso la vuelta a su tierra, donde había, así opinaba, ríos mucho más caudalosos e importantes que aquel riachuelo de Judea. Solo, cuando depuesta su soberbia, aceptó el consejo sincero de algunos de sus cortesanos que le hicieron ver lo fácil de lo encargado por el hombre de Dios, y lo puso en práctica, quedó curado.
La soberbia le impedía ver a Dios y ejecutar con docilidad el consejo dado por el profeta. Solo cuando, depuesta aquella, fue dócil encontró su curación.
El soberbio, el engreído, el autosuficiente no admite sugerencias de nadie, tampoco de Dios, y se queda solo con su angustia. Tal vez acepte en teoría que Dios pueda llevar razón, pero él no lo necesita, es fuerte, lo sabe todo, nunca se equivoca, está seguro de sí mismo. ¿Cómo entonces va a aceptar lo que Dios le indica, le sugiere, le reclama? La humildad es la antesala de la docilidad.
La persona humilde mira al Señor y sabe que por sí sola puede poco y no tiene nada propio pues todo: la vida, la salud, la inteligencia, las cualidades y talentos de que disfruta los ha recibido. Recuerda las palabras de san Pablo: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y, si lo recibiste, ¿de qué te glorías como si no lo hubieras recibido?, y, al considerarse deudor de Dios, más fácilmente procura ser dócil al querer divino.
En el Evangelio tenemos muchos ejemplos de enfermos que se presentan delante de Jesús reconociendo sus deficiencias, sus enfermedades: ciegos, cojos, leprosos... y Jesús, a veces, no los cura directamente, sino que les indica lo que deberán hacer: presentarse al sacerdote, dirá a los leprosos, lavarse en la piscina de Siloé, indicará al ciego de nacimiento... y ellos, dóciles porque fueron humildes, harán lo que el Señor les dijo y, así, quedarán curados.
Ese es el camino que nos enseña san José: ser sencillos, humildes, sabernos limitados, necesitados, y ponemos en las manos de Dios, como el niño se pone en las manos de sus padres, siendo dócil a sus indicaciones y experimentando en sí mismo lo arriesgado que le resulta no hacerlo.
Dóciles al querer de Dios en nuestra vida, como san José, como la Virgen que, ante la propuesta «descabellada» del ángel para ser Madre de Dios simplemente contesta: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra; o como los Magos, que no dudan en ponerse en camino dóciles a la inspiración, que se convierte en seguridad, en busca de aquel rey que han visto reflejado en la estrella; o como Jesús, cuyo único alimento era hacer la voluntad del que le ha enviado y llevar a cabo su obra; o como san Pablo, que no busca agradar a los hombres, sino solo a Dios, ya que predica a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero poder de Dios para los llamados, ya judíos, ya griegos.
Estas palabras de san Pablo nos dan pie para considerar otra faceta de la docilidad que todo cristiano debe tener hacia la doctrina de Cristo conservada y transmitida por la Iglesia.
La doctrina de Cristo no está hecha para agradar a los hombres, a los poderosos de la tierra; está hecha para agradar a Dios.
Nunca ha sido «políticamente correcta» la enseñanza de la Cruz. Siempre ha chocado contra el egoísmo del hombre la propuesta de amor enseñada por Jesús. Siempre ha resultado incómodo para el hombre soberbio y engreído el perdónalos, porque no saben lo que se hacen de Jesús en la Cruz, perdonando a sus enemigos, a los mismos que le habían condenado a aquel terrible suplicio, y, sin embargo, ha sido esa enseñanza, hecha vida en la vida de los cristianos, la única que, sin revoluciones ni alharacas, sin huelgas ni manifestaciones, ha sido capaz de transformar el mundo, de acabar con la esclavitud y la cultura de la muerte.
Hoy como ayer también tenemos encomendada los cristianos la enorme, pero ilusionante, tarea de transformar este mundo, que tantos parecidos tiene con el que se encontraron los primeros cristianos, en un mundo mejor. Lo conseguiremos siendo dóciles, aunque cueste, a la doctrina de Cristo.
San José se nos muestra como un ejemplo singular de correspondencia a la llamada de Dios, ejecutando sus planes con una docilidad plena, sin regatear esfuerzos, sin otro deseo que el de dar cumplimiento a ese querer divino, haciendo suya la respuesta de la Virgen, su esposa, al ángel de la Anunciación: fiat, hágase en mí, realícese en mí, el plan de Dios.