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Cuando tuvo lugar el prendimiento en Gethsemaní, tú dijiste, Señor, unas palabras muy significativas: «Ha llegado la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores.» Ellos, Jesús, eran pecadores, pero también nosotros, yo también, somos pecadores. Tú te pusiste en nuestras manos, y nuestras manos ¿qué es lo que hicieron? Azotarte hasta la extenuación y dejar convertido tu cuerpo en un pura llaga; golpearte en la cara, escupirte, y con burla también darte con la caña en la cabeza, cubierta con esa corona de espinas que nuestras manos de pecadores tejieron para humillarte... Y otras muchas cosas, de las que santos como Tomás Moro pusieron alguna muestra: «Cristo —dijo— es entregado de nuevo en manos de los pecadores cuando su Cuerpo sacrosanto en la Eucaristía es consagrado por sacerdotes lujuriosos, disolutos y sacrílegos. Cuando tales cosas veamos (y desgraciadamente ocurren con mucha frecuencia), pensemos que Cristo mismo habla de nuevo: ¿Por qué dormís? Despertaos, levantaos y orad para no caer en la tentación. Porque el Hijo del Hombre es entregado en manos de los pecadores» (Santo Tomás Moro, La agonía de Cristo, p. 100).
Han pasado más de cuatrocientos años desde que aquel santo mártir escribió en la Torre de Londres estas palabras. ¡Con qué propiedad, Jesús, se nos pueden aplicar en el tiempo presente! Un tiempo, en opinión de algunos, todavía más duro que aquel en que la herejía de Lutero, de Calvino, de Enrique VIII, desgarraba tu Cuerpo Místico. ¿Y es cierto, Jesús, lo que dijo la Venerable Ana Catalina Emmerick, que al ponerte en manos de los pecadores dispuesto a expiar las ofensas con que los hombres desafiaban a su Creador, una de aquellas tentaciones que te aplastaron en Gethsemaní fue ver el poco caso que íbamos a hacer los pecadores, después de redimidos, de aquella espantosa agonía? Entregado en manos de los pecadores, a fin de ejercer tu amor inconmensurable sobre ellos, quisiste tomar para ti el castigo que nosotros merecíamos, castigo tremendo, casi inimaginable, que tú habías visto y aceptado en acto de obediencia a la voluntad del Padre. Pero —dijo de ti la Venerable monja— «ahora veía los combates, las heridas y los dolores de su Esposa celestial; veía, en fin, la ingratitud de los hombres»; vio los padecimientos por los que tendrían que pasar sus amigos, sus fieles; vio la Iglesia primitiva, tan pequeña; y cómo a medida que iba creciendo, vio las herejías y los sistemas hacer irrupción y renovar la primera caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la frialdad la corrupción y la malicia de un número infinito de cristianos, la mentira y la malicia de todos los doctores orgullosos, los sacrilegios de todos los sacerdotes viciosos... Vio también una infinidad «de otros que no se atrevían a dejarlo abiertamente, pero que se alejaban con disgusto de las plagas de su Iglesia», como el levita que se alejó del pobre herido por los ladrones: «se alejaban de su Esposa herida, como hijos cobardes y sin fe abandonan a su madre cuando llega la noche, cuando vienen los ladrones a los cuales la negligencia o la malicia ha abierto la puerta».
Eso, Jesús, y mucho más hemos hecho contigo y con tu Iglesia cuando te pusiste en nuestras manos. Verdad es que sabías que era la hora del poder de las tinieblas; pero es una hora que se repite con demasiada frecuencia, porque nosotros, redimidos con tu Sangre, sin ninguna compasión, te seguimos azotando, escupiendo, abofeteando, mofándonos de tu mansedumbre, interpretando tu silencio como el reconocimiento de que no hay defensa posible, como si lo que decían tus enemigos fuera verdad.
Orgullo y desobediencia, lujuria y corrupción, mentira y violencia, pereza y comodonería: no ya entre irredentos, entre paganos o salvajes que nunca hubieran oído hablar de ti, sino, para vergüenza nuestra, entre quienes por el Bautismo han sido hechos hijos adoptivos de Dios y herederos de su gloria. Esas manos de pecadores, las nuestras, que te maltrataron para que Pilato pudiera presentarte como una ruina humana a los ojos de los judíos, te siguen maltratando hoy lo mismo que entonces, para presentarte al mundo como si fueras un pobre iluso al que hay que quitar del medio porque sus sueños son peligrosos para la sociedad, para una sociedad que para desacreditar tus palabras necesita desacreditarte a ti. El Catecismo de la Iglesia Católica cita (n. 598) unas palabras del Catecismo de Trento que nos debían llenar de aflicción y de vergüenza, pues comentando las infamias que los judíos hicieron con Jesús, dice: «Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los judíos. Porque según el testimonio del apóstol, “de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria” (1 Cor 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales».
Perdón, Jesús, por la parte que yo he tenido, como pecador que soy, en las burlas, los golpes, los salivazos y las humillaciones, en el ensañamiento con que te trataron («¡cuánta miseria! ¡cuántas ofensas! —exclamaba el Beato Josemaría—: las tuyas, las mías, las de la humanidad entera...»), y que todavía estamos prolongando en tu Cuerpo Místico. Quisiera que me concedieras el don de la compunción habitual, para dolerme de lo que sin ser un pecado mortal, y ni siquiera un pecado venial, es algo que te disgusta, algo que es una falta de correspondencia al amor que nos mostraste a los pecadores queriendo pasar lo que pasaste sin un mal gesto, sin una protesta, con plena aceptación y conformidad, porque se trataba de salvarnos. Nunca más, Jesús, te escupiré ni abofetearé; nunca más me burlaré de tu paciencia; nunca más dejaré de creer de verdad en tus palabras. Haz que aprenda a ver las cosas como tú las ves, a dolerme de lo que a ti te duele; así, a pesar de mis debilidades, tú harás que cada día me vaya pareciendo más a ti. Tú eres el Rey del universo, y yo quiero trabajar para que tu reinado sea efectivo en cuantas almas yo pueda influir: con tu ayuda y la de tu Bendita Madre la Virgen Santa María.