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22 abril 2024

El Purgatorio. Una revelación particular. Anónimo.

La Santidad de Dios

Al final de la oración de esta mañana recibí alguna enseñanza sobre la Santidad de Dios; es abrumador. Vi un inmenso mar de cristal ardiendo, muy pacífico y de una profundidad insondable. Este mar se comunicaba con la Santa Iglesia bañándola, impregnándola, dán­dole de comer y vivificándola; consumía en ella todo pecado o imperfección, quemaba, borraba y destruía en su fuego toda impureza o traza de impureza. Este mar de cristal es indescriptible: es en el que está su­mergido el Cielo entero, iluminado y abrasado por él, es en el que vive y subsiste la Santa Iglesia, constante­mente iluminada y purificada por su ardor. Es en el que también —de manera misteriosa— está contenido el abismo infernal, constituyendo de cierta manera su terrible fuego.

Vi el Purgatorio como la antesala de fuego de la Gloria celeste, donde las almas están sumergidas en la Santidad de Dios para ser purificadas. Es de esta San­tidad de Dios de la que las almas del Purgatorio reci­ben su mayor gozo: su confirmación en gracia y la se­guridad de su salvación, con la imposibilidad para ellas de pecar ya, así como su gozo de expiar y de re­conocer en esta expiación, que aman, una glorifica­ción de la Santidad de Dios: gozo también de estar en la Caridad divina y enteramente entregadas a sus lla­mas. Se me hizo ver cómo el menor pecado es una ofensa infinita a Dios, a su Santidad, como una flecha lanzada a este mar de cristal ardiente: sin embargo, esta flecha se pierde en este mar y desaparece ya que es inmutable, sin cambio, infinito. Es incomprensible para nuestro espíritu.

También vi las oleadas de la Santidad de Dios derra­marse plenamente en lo más íntimo del Purgatorio, al igual que una ola de fuego inmóvil: las almas se im­pregnan de ella, sumergiéndose, aunque con terribles sufrimientos y penalidades. Cuanto más se entregan a este fuego divino, en un violento impulso de amor, más se transforman y se vuelven transparentes, lumi­nosas y bellas, pero también al mismo tiempo, cuanto más sufren de verse en este mar, más desean quedarse hasta estar totalmente purificadas, y de esta manera poder glorificar a Dios. No sé expresar muy bien todo lo que le han enseñado a mi alma, es muy difícil tradu­cir estas visiones intelectuales, que son muy densas y elevadas.

Lo más asombroso, en este gran misterio del Purga­torio, es, sobre todo, que las benditas almas que se en­cuentran en él no tienen ninguna mirada, ninguna complacencia propia, sino que están totalmente entre­gadas al Amor divino. En sus mayores sufrimientos, sólo tienen un deseo: la glorificación de Dios; se su­mergen en cierto modo en su Santidad.

Río de misericordia que brotó de la Cruz

El Señor me ha dado hoy nuevas luces sobre el mis­terio del Purgatorio, me lo ha hecho ver como un río de aguas abundantes, brotando de la Cruz a la muerte del Salvador: un río misericordioso de aguas de fuego. Es una visión intelectual que me esfuerzo en traducir de la mejor manera.

He visto que el Purgatorio ha sido creado por Cristo Salvador —o más exactamente por el Padre en Él—, muerto en la Cruz para salvar a todos los hombres, Vencedor de la muerte, cuyo imperio fue destruido por Él. Antes de la Redención del género humano por el sacrificio de Cristo, el Cielo nos estaba cerrado, el pe­cado original había cerrado sus puertas, aunque el Amor divino seguía atrayendo a los justos; pero hizo falta que Jesucristo se constituyera Puerta del Cielo, por su muerte en la Cruz y Resurrección: sólo El tiene poder para abrir al hombre lo que estaba cerrado por el pecado del hombre, Él solo es la Puerta del Cielo, sólo en Él tenemos acceso al Cielo.

Antes de la Redención, las almas de los justos no tenían acceso al Cielo, esperaban en el limbo o en los infiernos; el Amor divino las atraía, pero la Justicia las tenía todavía apartadas del Cielo. Hacía falta que se abriese la Puerta; se abrió en el Salvador crucificado y glorificado, en el que la Justicia pudo ejercerse plena­mente y quedar satisfecha, con lo cual la misericordia, hasta ahora retenida en Dios, pudo derramarse en ple­nitud sobre el género humano. El Salvador, que es el Amor Misericordioso, unió en su Pasión y en su Muerte el Amor infinito y la estricta justicia ejercién­dose en plenitud.

El Purgatorio nos ha sido dado por Cristo Redentor, que es Amor Misericordioso, como prenda y lugar de encuentro de la estricta justicia y del amor infinito, en el que las almas entregadas al amor infinito de Dios y cautivadas por él, deben sin embargo, si hace falta, pa­gar su tributo a la justicia divina.

Esto es de una formulación difícil; espero que me entiendan a pesar de mi poca habilidad en la expre­sión, pero tengo la certidumbre que si lo que escribo es oscuro y confuso, mi Madre la Iglesia tendrá a bien explicitarlo. En esa luz interior he visto el Purgatorio como un río de fuego, un río de misericordia brotando de la Cruz. En este río de su misericordia, que es el Purgatorio, las almas están investidas por el amor in­flamado de Dios que quiere purificarlas para introdu­cirlas en su intimidad eterna: el Cielo. He visto que el Cielo nos es asequible en Cristo, quien es la puerta abierta para siempre, pero que para pasar por esta puerta tiene uno que estar libre de toda deuda con la justicia divina; el Purgatorio es precisamente el lugar donde las almas pagan sus deudas. Lo he visto como un río de fuego alimentado por las llamas de la Miseri­cordia divina, y estas llamas brotaban del Corazón de Cristo, traspasado sobre la Cruz por la salvación del género humano. En este sentido, el Purgatorio está de cierta manera en el Corazón misericordioso de Jesús, como lo están de otra manera la Iglesia militante y el Paraíso: todo está recapitulado en el Amor.