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Arrepentidos y felices
Del sentimiento íntimo y profundo de nuestra filiación divina y del amor sin medida de nuestro Padre Dios, nace un «temor santo, un temor filial», que se traduce en el respeto vivo e intenso por la grandeza y majestad de Dios. Este sentido de la grandeza de Dios, en contraste con nuestra pequeñez de criaturas hechas de la-nada, nos lleva a una profunda adoración, a una rendición incondicional de la criatura delante de su Creador. Es este «temor filial» que nos lleva a detestar el pecado, porque nos hace ver con una extrema lucidez la tremenda ofensa a Dios: "Timor Domini sanctus "_-Santo es el temor de Dios. -Temor que es veneración del hijo para con su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano» (Camino, n. 435).
Este es el único mal que debemos temer en este mundo: la ofensa a Dios. Por eso el cristiano auténtico debe vivir en continua vigilancia, con el alma en «carne viva», con una sensibilidad aguda para detectar todo lo que, dentro de sí mismo, en su vida, en su comportamiento pueda desagradar a Dios! Esta vigilancia le lleva a huir y evitar situaciones ambiguas, indiferentismos, neutralidades, que deforman y ciegan la conciencia y muchas veces la anestesian, como escribe el Papa Juan Pablo II. Son situaciones peligrosas de aflojamiento interior, de anemia espiritual, de falta de capacidad de reacción:
«Me duele ver el peligro de tibieza en que te encuentras cuando no te veo ir seriamente a la perfección dentro de tu estado.
-Di conmigo: ¡no quiero tibieza!: "confige timore tuo carnes meas!" -¡dame, Dios mío, un temor filial, que me haga reaccionar!» (Camino, n. 326).
La reacción es una humildad constante, un espíritu contrito que nos lleva a servir al Señor con temor, y ensalzarle con temblor santo (Ps 2; 11). De este modo viviremos, no preocupados, ni angustiados, sino felices, con una felicidad que nada ni nadie nos podrá robar.