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4. La flagelación
Una vez ya rendido a las exigencias de la turba, «Pilato tomó a Jesús y mandó que lo azotaran». Así ejercitó su autoridad.
«Entre los romanos —escribió Ricciotti— la flagellatio precedía ordinariamente a la crucifixión, pero a veces constituía una pena por sí sola, y podía realizarse en sustitución de la pena capital. La ejecutaban los soldados. El paciente, después de desnudado, era atado a un palo por las muñecas, para que presentase la espalda encorvada. Los golpes no eran asestados con vergas, reservadas al ciudadano romano condenado a muerte, sino con un instrumento especial, el flagellum, que era un robusto látigo con muchas colas de cuero agravadas por varias bolitas de metal y aun armadas de agudas puntas (escorpiones). Así como entre los judíos la flagelación legal estaba limitada a un número preciso de golpes, entre los romanos no la limitaba otro número que el albedrío de los flageladores o la resistencia del paciente. El flagelado, sobre todo si estaba destinado a la pena capital, era considerado como un hombre sin nada de humano, como un huero simulacro del que la ley no se preocupaba ya, como un cuerpo en el que cabía ensañarse a placer. En realidad, quien padecía la flagelación romana quedaba generalmente convertido en un monstruo aterrador y repugnante. A los primeros golpes, cuello, espaldas, costados, brazos y piernas se amorataban y luego se cubrían de líneas azuladas y tumefacciones. Gradualmente, piel y músculos se desgarraban, rompíanse los vasos sanguíneos y todo el cuerpo chorreaba sangre. Al fin, el flagelado se tornaba en un amasijo de carnes sanguinolentas, desfigurado en todos sus rasgos. A menudo se desmayaba bajo los golpes, y hasta con frecuencia perdía la vida» (Ricciotti, 591).
A este suplicio fue sometido Jesús, aunque en la intención de Pilato no como paso previo a la crucifixión, sino más bien, según parece por lo que vino después, como un arbitrio con el que esperaba poder dejarle libre. Los soldados —o más bien, auxiliares de los legionarios y no legionarios propiamente dichos— no sabían de este tipo de sutilezas. Un hombre condenado a la flagelación era, de ordinario, un condenado a la cruz. Ellos sabían quién era, o mejor, quién decían los judíos que era; y como reo condenado, considerado ya como un hombre sin derechos, casi como una cosa, podía ser objeto de toda clase de burlas y de infamias, de escarnios y hasta de violencias. Y aquellos soldados no desaprovecharon la ocasión. Con lo que sin duda creyeron ser ingeniosos, y puesto que le habían llamado públicamente Rey de los judíos, tomaron ocasión de esto para divertirse al modo chabacano y cruel no infrecuente entre la soldadesca endurecida ya y basta. Utilizando una vieja clámide roja, sucia y en desuso, de las que solían llevar los triunfadores romanos tras la victoria, la pusieron sobre sus hombros; tejieron con espinas un casquete a modo de corona y se lo apretaron sobre la cabeza; algunas espinas se le clavaron, y de la frente comenzaron a caer finas gotas de sangre. Para completar el cuadro, pusieron sobre sus manos atadas una caña a modo de cetro. Así preparado con los atributos propios de la realeza, puesto que se trataba del Rey de los judíos, comenzó la diversión. Ante un rey se desfila rindiéndole honores, de modo que los soldados fueron desfilando, y parodiando los honores debidos: se inclinaban burlescamente y le saludaban con irónico respeto: salve, rey de los judíos, para al incorporarse escupirle en el rostro (Mateo y Marcos), y le daban bofetadas (Juan).
Con la espalda, desde el cuello hasta los talones, hecha una llaga, con el viejo y sucio trapo sobre los hombros, con el grotesco casquete en forma de corona real y la caña —después de usada para darle con ella en la cabeza— devuelta de nuevo a sus manos atadas, Pilato mandó que le trajeran a su presencia. Al ver aquella figura deshecha y ensangrentada, humillada, ridícula con aquel simulacro de atributos reales, prácticamente aniquilada y desaparecido cualquier prestigio e influencia que pudiera tener, creyó poder jugar con éxito su última baza. Creía que al ver aquel despojo humano los judíos perderían su temor a que aquel hombre, tan seguido y escuchado, pudiera ya hacerles sombra.
Serían como las diez o las once de la mañana del viernes cuando Pilato, convencido de que daba un golpe de efecto, salió de nuevo al pretorio y, tras él, hicieron salir a Jesús para mostrarlo de aquella guisa al populacho.
He aquí —dijo— que os lo saco fuera para que sepáis que no encuentro en él culpa alguna. Jesús, pues, salió fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Pilato les dijo: «He aquí al hombre.» Cuando le vieron, los pontífices y los servidores gritaron: «¡Crucifícale, crucifícale!» (Jn 19, 4-6).
He aquí que la terrible flagelación a que Pilato sometió a Jesús pensando que de este modo acallaría la animosidad de los judíos no sirvió para nada. Ni siquiera aquella patética figura, ensangrentada, con salivazos en la cara, con los ridículos atributos de la realeza, que Pilato no había ordenado, pero tampoco prohibido a los soldados lo que sabía era corriente hacer con los condenados, conmovieron a nadie. Por toda respuesta a la nueva declaración de inocencia encontró los mismos gritos llenos de rabia y odio: «¡crucifícale, crucifícale!». ¿Qué diálogo podía haber cuando una de las partes no razona y por lo tanto rehúsa escuchar todo argumento que no sea dar satisfacción a lo que exige?