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12 abril 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

Una cosa quiso Pilato dejar establecida con claridad, a sus ojos, y en vista de la ausencia de todo delito: Jesús era inocente, y por tanto no se hacía responsable de su sangre. Todo cuanto había dicho repetidamente acerca de que no encontraba materia alguna punible en aquel reo se había estrellado ante el muro que le oponían los judíos: estaban decididos a que Jesús muriera, y fuera de esto no estaban dispuestos a escuchar ninguna razón. Así que en medio del griterío, Pilato, con aquel gesto de lavarse las manos a la vista de todos, les hizo responsables de las consecuencias, responsabilidad que los judíos —al frente, los príncipes de los sacerdotes— aceptaron: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!»*.



* NOTA.- «No existiendo hoy el Sanhedrín que hace diecinueve siglos condenó a Jesús y expresó el voto de que su sangre cayese sobre los más lejanos hijos de Israel, esos hijos instituyeron en Jerusalén, en 1993, un tribunal oficioso compuesto de cinco insignes israelitas para que examinase de nuevo la antigua sentencia del Sanhedrín. El veredicto pronunciado por este tribunal, con cuatro votos a favor y uno en contra, fue que la antigua sentencia debía ser retractada, ya que la inocencia del inculpado estaba demostrada, y su condena fue uno de los más terribles errores que los hombres hayan cometido jamás, error cuya reparación honraría a la raza hebraica» (RlCCIOTTI, 589. Añade en nota: «Así se expresa la relación aparecida en la revista parisién Jerusalén, 1933, mayo-junio, pág. 464»). El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 597) dice que «no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada», y cita un texto del Concilio Vaticano II (Nostra aetate, 4) que dice: «Lo que se perpetuó en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy... No se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la Sagrada Escritura».



Me parece, Señor, que lo sucedido, si nos percatamos bien de lo que tus evangelistas relatan —de lo que el Espíritu Santo les sugirió que nos dijesen—, nos puede ser muy provechoso. Pilato era la autoridad, pero como era hombre sin entereza ni valor moral, había ocasiones en que no se atrevía a ejercerla. Él sabía que tú eras inocente, sabía que te habían entregado los príncipes de los sacerdotes por envidia, no constaba delito alguno, y sin embargo te entregó a una muerte ignominiosa. Se dejó presionar por el vocerío y los gritos de una masa, de hombres incapaces de pensar con su propia cabeza, manejados a placer por unos jefes religiosos que sí pensaban y sabían muy bien lo que querían.

Pilato hizo esfuerzos —débiles, pero llenos de buena voluntad— para libertarte; intentó convencer a los judíos de tu inocencia, reforzado por la actitud de Herodes; intentó aplacar a tus acusadores prometiéndoles castigarte, esperando que se darían por satisfechos; te puso a nivel de un ladrón homicida y sedicioso, de un indeseable, para ver al cabo cómo le salía mal la jugada y el pueblo prefería a un ladrón y asesino antes que a ti, y humillaba a la misma autoridad forzándola a que pusiera en libertad a un peligroso malhechor cuyos delitos pedían un castigo ejemplar.

Pilato quería tu libertad..., pero no estaba dispuesto a pagar el precio Quizá se creyó muy hábil pensando que dialogando, haciendo concesiones, iba a lograr el efecto deseado. Y en lugar de lo que esperaba, se encontró haciendo lo que no quería hacer. Tenía buena voluntad, no te quería mal, pero te hizo todo el daño posible: podía haberte ahorrado los azotes, las burlas y la humillación si te hubiera declarado culpable y mandado ejecutar en el acto la sentencia de muerte. Pero no; quiso tu libertad arrojando carnaza a aquella jauría aulladora esperando aplacar su odio. Un hombre sin reciedumbre ni fortaleza, sin agallas para hacer lo que debía, de buenos sentimientos (al menos, en esta ocasión), pero sin valor para pronunciarse resueltamente y con todas sus consecuencias a favor del inocente. Pilato era, sobre todo, no un hombre de Derecho, sino un hombre a quien le importaba sobre todo su carrera. Y como para él esto era lo principal, transigió con la injusticia porque le pareció que lo contrario podía serle muy perjudicial.

¡Qué responsabilidad, Jesús, tienen los hombres públicos si no están dispuestos a obrar según la recta conciencia, y transigen con el mal porque lo contrario puede ser impopular y perjudicar su carrera, o a su partido!

Y nosotros, Señor, que cuando se insinúa la tentación de traicionarte, la tentación de pecar, en lugar de estar dispuestos a pasar un mal rato haciéndonos violencia, empezamos a dialogar con la tentación, a hacer pequeñas concesiones para aplacarla; y cada vez la tentación va cobrando fuerza con las concesiones con que la alimentamos, y nosotros cada vez más débiles y acobardados ante el acoso de esas voces sin rostro que gritan dentro de nosotros: ¡crucifícale! Desde siempre ha enseñado la Santa Iglesia que hay tres tentaciones ante las cuales no hay otro recurso que la huida rápida, que atajarlas enérgicamente en el acto: fe, pureza y vocación. Tú lo sabes, Jesús, y también nosotros porque está demostrado por la experiencia lo que ocurre con la tentación, con cualquier clase de tentación: se comienza dialogando con ella y se acaba entregándote a ti. Lo mismo que Pilato.

Y luego está nuestra flojera, o reblandecimiento, ante las ocasiones de pecar: ir a donde no hay que ir, porque se debe estar en otra parte; tontear con curiosidad con ciertos programas de televisión cuando la hora es para estar durmiendo; dejar el estudio o el trabajo por falta de ganas (¿qué obrero de la construcción tiene ganas de estar poniendo ladrillos subido en un andamio con un viento frío que corta la piel o con un calor que abrasa, o incluso en un día de primavera?) y dar ocasión a ese tipo de ociosidad que sólo lleva a la tentación o al pecado; tapar con una mentira, o con una excusa que no convence ni al mismo que la dice, una cosa mal hecha; persistir en una amistad (si es que se la puede llamar así, porque «eso» no es una amistad) que hace daño a nuestra alma y te disgusta a ti, Señor. Y tantas otras cosas. Y cómo me duele, Señor, «darme cuenta de que, ¡muchas veces!, al apartarme del camino, he dicho también: “¡a Barrabás!”, y he añadido: “¿a Cristo?... Crucifige eum!” —¡crucifícalo!» (Camino, 296).'

Te pido, Señor, te lo ruego, que me concedas esa virtud humana que se llama reciedumbre, y esa virtud cardinal y sobrenatural que es la fortaleza; te suplico el valor moral que necesito para ir contra la corriente, con el fin de obrar con rectitud sin dejarme atemorizar por presiones del ambiente o de grupos más o menos organizados y vociferantes, para obrar siempre, Señor, mirándote a ti y no a la galería, pues sólo así podré tener paz, esa paz que tú solo puedes dar y que nadie ni nada nos puede arrebatar.