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5 marzo 2024

María LuisaCouto-Soares. El Salmo 2. Rey de reyes, Señor de señores. Ed. Palabra, FMC 464

La verdadera liberación

Rompamos, dijeron, sus ataduras, y sacudamos lejos de nosotros su yugo (Ps 2, 3).

Queremos liberación, queremos vivir sin cade­nas, sin vínculos, sin compromisos. ¡Qué mal enten­demos lo que es la libertad! Porque desatarse, rom­per las cadenas, desprenderse en el verdadero sen­tido de la palabra es liberarse del pecado y del mal, para poder volar, como dice San Juan de la Cruz: “Volé tan alto, tan alto, que le di a la caza alcance”. Ese es el verdadero soltar las amarras, sacudir los la­zos que nos atan a nosotros mismos, para volar con alas nuevas y fuertes hasta Dios. Pero querer cortar lo que nos liga a Dios, nuestro Padre, nuestro Crea­dor..., eso es un deseo loco de libertinaje, que no hace sino desfigurar y desvirtuar al mismo hombre.

Pero fue ése el riesgo que Dios quiso correr, para damos la posibilidad de amado libremente, de acep­tar voluntaria-mente y cumplir sus planes. Un riesgo que nos cuesta a veces entender, y nos lleva a pre­guntar: «¿Por qué me has dejado, Señor, este privi­legio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de ofenderte? Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facul­tad el hombre olvida, se aparta del Amor de los amo­res» (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, n. 26).

Nos quedamos perplejos, ante esta capacidad nuestra de libertad, que nos puede llevar a amar a Dios, a buscarlo y seguirlo voluntariamente, pero también nos puede llevar a ofenderlo, a sacudir los lazos que nos unen a Él, para derrumbar su yugo: «Señor, ¿para qué nos has proporcionado este po­der?; ¿por qué has depositado en nosotros esa facul­tad de escogerte o de rechazarte? Tú deseas que em­pleemos acertadamente esta capacidad nuestra. Se­ñor, ¿qué quieres que haga? (cfr Act IX, 6). Y la res­puesta diáfana, precisa: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente (Mt XXII, 37) (Ibid, n. 27).

Dios nos pide amor, nos pide el corazón entero. No le basta con que le amemos como esclavos, como súbditos, sino que quiere que le amemos como hi­jos, con libertad plena, con todo nuestro corazón. Cuando no entendemos que el verdadero sentido y razón de ser de nuestra libertad -es ésa la posibili­dad de amar libremente a Dios-, corremos el ries­go de malbaratar esa capacidad que Dios nos dio. Y «hay hombres que no entienden, que se rebelan con­tra el Creador -una rebelión impotente, mezquina, triste-, que repiten ciegamente la queja inútil que recoge el Salmo: rompamos sus ataduras y sacudamos lejos de nosotros su dominio (Ps II, 3) (Ibid, n.28).

Esos revoltosos se atrincheran en su libertad en­tendida como ausencia de cualquier vínculo, de cualquier compromiso. La libertad de ser y de vivir en el vacío, de andar a la deriva, al sabor del viento y de las mareas, sin norte, sin orientación.; Es fácil ver que una vida así está sujeta a todo tipo de ma­nipulaciones, abandonada al relativismo de las cir­cunstancias; con altos y bajos, dependiente de los es­tados de ánimo y de la valoración subjetiva y enga­ñosa de éxitos y fracasos. Este deseo de una liber­tad absoluta, sin más -que es imposible en la di­mensión humana-, acababa en una prisión hecha de egoísmo y de amor propio, que ata el hombre a su propia miseria, a sus ideas mezquinas y tacañas, a sus deseos y caprichos. Los que viven de ese modo optan por ser esclavos, y no hijos de Dios; creen li­berarse, no hacen más que tejer una malla cerrada hecha de las cosas más bajas que les aprisiona con pesados grillos; creen que son ya adultos, hombres racionales, maduros, casi como dioses, y se entre­gan al' dominio de lo irracional, de lo impulsivo.

En cambio, «cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos libe­rados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad -tesoro incal­culable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias (cfr Mt VII, 6)- se emplea entera en aprender a hacer el bien (cfr Is I, 17) (Ibid, n. 38).

Entenderemos entonces la realidad de aquellas palabras de Cristo: «Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de co­razón, y hallaréis reposo para vuestras almas, por­que mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 30). El yugo de Cristo ya no nos será pesado, ya no lo sa­cudiremos lejos de nosotros. Porque sabremos que abrazarse a la Cruz de Cristo es encontrar la felici­dad y la paz, y repetiremos las palabras con que Mons. Escrivá de Balaguer traduce, libremente este pasaje del Evangelio: «Mi yugo es el amor, mi yugo es la unidad, mi yugo es la vida, mi yugo es la efi­cacia» (Via Crucis, Estación II, punto 4).