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2. De Pilato a Herodes
Después de haber interrogado a Jesús y escuchado sus respuestas, Pilato salió de nuevo al patio y dijo a los judíos, «a los príncipes de los sacerdotes y a la muchedumbre: Ningún delito hallo en este hombre» (Le 23, 4). Sin embargo, la voz de los príncipes de los sacerdotes se alzaba acusándole insistentemente, pero sin que tales acusaciones convencieran a Pilato, ni hicieran abrir los labios a Jesús para defenderse. «Pilato de nuevo le interrogó diciendo: ¿No respondes nada? mira de cuántas cosas te acusan. Pero Jesús no respondió nada, de manera que Pilato quedó maravillado» (Me 4 y 5).
No estaba Pilato acostumbrado a ver que, en lugar de hacer continuas protestas de inocencia y de acusar de mentirosos a sus acusadores, los reos callaran sin molestarse en replicar a los cargos que le hacían. Claro está que, en aquel caso, los cargos no los hacía el tribunal del procurador romano, sino de modo anónimo los cabecillas que capitaneaban la muchedumbre reunida ante el pretorio. Pero sí hubo una voz que le acusó de sublevar al pueblo por toda la Judea, desde Galilea (Le 23, 5), y el procurador romano la oyó.
Aquello le dio una idea que podía resolverle el problema. Preguntó si Jesús era galileo, y al responderle que sí vio el cielo abierto, porque Galilea era de la jurisdicción de Herodes. Hacía algún tiempo que ambos, Pilato y Herodes, estaban enemistados. Pilato, con la prepotencia que le daba tener detrás de sí el poder de Roma, había echado mano del tesoro del Templo para la construcción de un acueducto; el pueblo entero se encrespó, y hubo choques con las cohortes romanas. El suceso llegó a Roma: la protesta de los dirigentes religiosos y de los poderosos de Israel se concretó en quejas que presentaron al emperador Tiberio, apoyados por el tetrarca Herodes. De Roma llegaron cartas desaprobando la actuación de Pilato, y desde entonces el procurador y el tetrarca estuvieron distanciados. Ahora, sin embargo, Pilato vio una oportunidad de tener una deferencia con Herodes y eludir una molesta responsabilidad que, a juzgar por el gentío congregado ante el pretorio, y a su frente los príncipes de los sacerdotes y los ancianos, no iba a resultar cómoda.
Así pues, envió a Jesús con una guardia a Herodes para quede juzgara en su tribunal. También los jefes del pueblo judío acudieron por su decidido interés en que Jesús fuera condenado. Sólo San Lucas relata el episodio:
Viendo Herodes a Jesús se alegró mucho, pues desde hacía bastante tiempo deseaba verle, porque había oído hablar de Él y deseaba ver de Él alguna señala Le hizo bastantes preguntas, pero Él no contestó nada. Estaban presentes los príncipes de los sacerdotes y los escribas, que insistentemente le acusaban. Herodes, con su escolta, le despreció, y por burla le vistió una vestidura blanca y se lo devolvió a Pilato. En aquel día se hicieron amigos uno del otro, Herodes y Pilato, que antes eran enemigos (Le 23, 5-18).
Herodes no era precisamente un hombre recomendable: vividor e intrigante, Jesús le llamó «raposa» en una ocasión. La deferencia que con él tuvo Pilato enviándole a Jesús (la fórmula del Derecho romano, era: forum originis vel domicilii) fue para él motivo de alegría por dos razones: el procurador romano podía, si era su deseo, causarle muchas molestias, y era mejor estar con él a buenas que a malas; y, por fin, tenía delante a aquel Jesús del que tanto se hablaba y que tan relacionado había estado con Juan el Bautista, a quien por indicación de Hero- días había dado muerte. De Jesús no le interesaba tanto la doctrina como los prodigios que obraba y que habían llegado a sus oídos llevados por la voz de la fama. Pero había otra razón: Herodes Antipas creía que Jesús, del que tanto se hablaba y al que nunca había visto, era Juan el Bautista que había resucitado.
San Lucas dice que deseaba ver algún prodigio y que le hizo bastantes preguntas. Siendo esto así, no es probable que su actitud fuera la de un simple juez, muy en su papel de objetividad y lejanía de la persona y atento sólo a los hechos; si quería que hiciera ante él algún prodigio, más bien sugiere este dato una actitud benevolente para atraerse su voluntad de complacerle. Así, las preguntas a las que le sometió debieron versar más que acerca de su doctrina y enseñanzas, de los milagros que había hecho y se habían conocido en toda Palestina transmitidos por la voz popular. Su deseo de que Jesús hiciera algún prodigio para entretenerle y satisfacer su curiosidad era ya una ofensa, a la que Jesús correspondió con su silencio a cuantas preguntas le hizo: Jesús, autem, tacebat: Jesús callaba. ¿Qué iba a decir a aquel hombre, desinteresado por cualquier cuestión seria, viviendo para sus placeres y sus intrigas, descreído y superficial? Dialogar con él y exponer su doctrina ¿no era como arrojar margaritas a los puercos?
No sabemos —ni es posible saber— cuánto duró la insistencia de Herodes, pero sí que el silencio con que Jesús manifestó lo poco que le interesaba toda aquella farsa duró todo el tiempo que le retuvo Herodes. Tampoco sabemos cuál fue la actitud de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas que estuvieron presentes, aunque sí podemos conjeturar con fundamento los motivos de que siguieran a los que llevaban a Jesús al tribunal de Herodes: no querían exponerse a la desagradable sorpresa de que Herodes lo declarara inocente, aunque sólo fuera para compensar en alguna medida la muerte de Juan el Bautista. Sí sabemos cómo terminó: Herodes, que no llegó a oír ni el timbre de la voz de Jesús, se sintió humillado e «hizo que los guardias que le circundaban revistiesen al acusado de una vestidura brillante, una de aquellas vestiduras ostentosas usadas en Oriente en ocasiones solemnes por personas insignes. Quizá fuera un resto de vestuario, estropeado y fuera de uso, que el tetrarca quiso sacar para mofarse del acusado» (Ricciotti), burla de la que participaron sus cortesanos. «Había dado a entender —escribe un autor de una Vida de Cristo— suficientemente que consideraba al acusado como un hombre ridículo y digno de lástima, no como un revolucionario peligroso a quien hubiera que tomar en serio. El desprecio caía por igual sobre el acusado y sobre los acusadores. Era una manera de presentarles a su rey.»
Así lo pasearon de vuelta al pretorio, pero con dos consecuencias: un argumento para Pilato en favor de la inocencia de Jesús y el fin de la enemistad entre ambas autoridades.