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EN EL VALLE DE LOS LAMENTOS
No sabemos contestar a los «porqués» que Dios nos dirige, y nos sentimos confusos cuando tomamos conciencia de esta tremenda ingratitud de la criatura que se rebela con tanta arrogancia contra el Creador. Ante nuestra nada, nuestra arrogancia, nuestro orgullo ciego, ante nuestros tristes proyectos de «ser como dioses»; tomamos conciencia de que nuestro poder y nuestra fuerza no valen nada. Que esos proyectos vanos son como esculturas en hielo o castillos en la arena y se derriten o se desmoronan enseguida. Resumen entonces, en nuestros oídos, «la risa de Dios»: El que habita en los cielos se reirá de ellos, se burlará de ellos el Señor (Ps 2, 4). Sentiremos el ridículo de nuestra pequeñez, de nuestra pobre miseria, la insensatez de huir de Dios, saliendo de casa para tierras lejanas, y despilfarrar ahí, en la tierra-sin-Dios, en las ciudades y en las torres babélicas construidas por el hombre, toda la fortuna, los dones preciosos de nuestro Padre. Y, como el hijo pródigo de la parábola, después de unos tiempos de hambre y de privaciones, «caemos en nosotros mismos». Es el mismo Señor quien nos lleva a caer en nosotros, a entrar dentro de nosotros mismos, con su llamamiento y su advertencia: Entonces les hablará en su indignación, y les llenará de terror con su ira (Ps 2, 5). Experimentaremos el sentimiento de nuestra nada, de nuestra hambre, de nuestra necesidad, y nos acordaremos de la casa de nuestro Padre: «Cuántos jornaleros -pensó aquel pobre chico- tienen pan en la casa de mi padre, y yo aquí me estoy muriendo de hambre».
Como escribe San Agustín, el hombre se siente en el valle de los lamentos (cfr Ps 83, 6-7), en el valle de la humildad. «No tema, pues, el hombre permanecer en el fondo del valle. En ese corazón contrito y humillado, que Dios no desprecia, el Señor preparó las ascensiones mediante las cuales nos elevamos hasta Él» (San Agustín, Sermón 347, 2).