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6 febrero 2024

María LuisaCouto-Soares. El Salmo 2. Rey de reyes, Señor de señores. Ed. Palabra, FMC 464

¡VENTUROSOS LOS QUE A EL SE CONFIAN!

En los primeros siglos de la historia del cristia­nismo, la gran mayoría de las personas que eran cristianas, lo eran porque se convertían, siendo adul­tas, se hacían cristianas. Fiunt nos nascuntur christiani (los cristianos no nacen, sino que se hacen), se­gún una expresión de Tertuliano.

Con la difusión del cristianismo por todas las ciudades del Imperio Romano, primero, y después también en las sociedades rurales, pasó a ser fre­cuente y habitual el hecho de nacer cristiano, esto es, nacer de padres cristianos, recibir desde la cuna, con el sacramento del Bautismo, la fe cristiana y una formación que empapaba toda su vida, su modo de pensar y de actuar. Toda la sociedad había sido cris­tianizada, había sido profundamente transformada por los primeros cristianos que se hicieron, de he­cho «el alma del mundo».

En el siglo IV, se puede decir que Cristo reinaba en el mundo civilizado, no sólo en pequeñas mino­rías, sino en todas las esferas de la sociedad, en la vida civil y en la cultura, en el pensamiento y en el arte.

Desde entonces hubo épocas de apogeo y épo­cas de crisis, hubo grandes desaciertos. Pero quizá hoy día, en nuestro siglo XX, salga espontánea una comparación de la situación de los cristianos en el mundo, con la situación de esos primeros cristianos: la civilización occidental cambió profundamente y hoy, como en los primeros tiempos del cristianismo, ya no se nace cristiano. No se nace cristiano, hay que hacerse cristiano. Hace falta una nueva conversión radical, profunda, y esa conversión empieza en cada uno de nosotros. Hay que decidirse por Cristo, y esa decisión lleva consigo el rechazo de muchas formas de vivir, de actuar, de comportarse, que se han he­cho habituales en la sociedad contemporánea, pero que no van con un sentido cristiano de la vida y del hombre.

Los verdaderos cristianos de hoy, sin embargo, no son una minoría -como lo eran aquellos prime­ros- y tenemos toda la fuerza, toda la fe, toda la gracia que tuvieron los cristianos de los siglos pri­meros, para transformar el mundo, para ponerlo, con todas sus actividades, sus estructuras, a los pies de Cristo. «Queremos que Cristo reine» de nuevo, y para eso hay que emprender una gran tarea de re­cristianización. Es el mismo Cristo quien nos lo man­da, como lo mandó a aquellos doce Apóstoles: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio». Los Apóstoles se dedicaron a cristianizar el Imperio Ro­mano, la gran potencia civilizadora de su tiempo. Hoy Cristo nos pide, por la voz de su Vicario en la tierra, Juan Pablo II, que evangelicemos, mejor que re-evangelicemos el Viejo Continente, Europa. Nos lo ha dicho el Papa, por primera vez, en su discurso europeísta pronunciado en Santiago de Composte­la, el 9 de noviembre de 1982:

«Yo, sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una sede que Cristo coloca en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del cristianismo en todo el mundo.

»Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Uni­versal, desde Santiago te lanzo, vieja Europa, un gri­to lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú mis­ma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces.

»Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en todos los demás continentes».

Las palabras del Santo Padre son una llamada y un desafío que no pueden dejamos indiferentes: exi­gen una respuesta, una correspondencia a la llama­da del propio Cristo.

Y tres años más tarde, en otro discurso dirigido a un simposio de obispos europeos, el 16 de octubre de 1985, el Santo Padre insiste en su llamamiento a todos los cristianos, llamando la atención para la si­tuación crítica de toda la sociedad europea que exi­ge de todos un empeño serio para, no obstante los problemas, las dificultades, los interrogantes negati­vos, trabajar por dar nueva vida al alma de Europa:

«La historia de la formación de las naciones eu­ropeas va a la par con su evangelización; hasta el punto de que las fronteras coinciden con las de la penetración del Evangelio.

»Y precisamente en él se encuentran aquellas raíces comunes, de las que ha madurado la civiliza­ción del continente, su cultura, su dinamismo, su ac­tividad, su capacidad de expansión constructiva también en los demás continentes; en una palabra, todo lo que constituye su gloria».

Para que Europa abra de verdad de nuevo las puertas a Cristo, hay que abrir las de cada uno, las de cada cristiano: Cristo quiere reinar, pero quiere reinar sobre todo en nuestros corazones. Para abrir las puertas a Cristo, hay que hacer de nuevo el iti­nerario del arrepentimiento, del perdón, de la recon­ciliación, del enamoramiento. La recristianización de Europa y del mundo pasa por ese camino íntimo, personal, el de cada cristiano que vuelve a la casa paterna. De ese modo, Cristo volverá a estar presen­te, a iluminar, a calentar; a encender en el amor a Dios, hasta el último rincón de nuestro mundo de hoy.

Las palabras de este Salmo 2 nos suenan así a esa llamada personal de Cristo; nos llevan a enfren­tamos con Cristo Rey, Cristo que reina en la Cruz, y nos invita, como al Buen Ladrón, a irnos con El a vivir en su Reino. Y nos hacen pensar en todos aquellos que pueden también oír la invitación de Cristo, para hacer que su Reino sea, ya en este mun­do, un verdadero «Reino de justicia y de paz».