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21 febrero 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

LA FAMILIA DE SAN JOSÉ (1 de 3)

Cuenta san Mateo que, cuando Juan estaba predicando su bautismo de penitencia en la ribera del Jordán, vio cómo se acercaban hasta él un grupo de fariseos y saduceos que, presumiendo de ser hijos de Abraham, rechazaban la predicación del Bautista, por lo que fueron tratados duramente y apostrofados como raza de víboras, afirmando que Dios podía sacar hijos de Abraham de las mismas piedras. Unos versículos más adelante narra las tentaciones que sufrió Jesús en el desierto antes de iniciar su vida pública y nos cuenta cómo: llevóle entonces el diablo a la ciudad santa y, poniéndolo sobre el pináculo del Templo, le dijo: si eres hijo de Dios, échate de aquí abajo, pues escrito está: «a sus ángeles encargará que te tomen en sus manos para que no tropiece tu pie contra una piedra».

No cabe duda de que la proposición era tentadora, con un gran gancho mediático, que se diría hoy. Habría constituido un verdadero notición ver a los fotógrafos y a los cámaras de televisión peleándose por conseguir el mejor lugar para el mejor encuadre y la mejor fotografía sobre el descenso del Señor rodeado de ángeles. Habría sido un espectáculo digno de inmortalizarse para la posteridad.

Pero Dios, que, sin duda, funciona con unas coordenadas distintas de las usadas por los hombres, no pensó así y escogió para la venida de su Hijo a la tierra un modo mucho más normal, menos espectacular que el que, tal vez, hubiésemos aconsejado los hombres de haber sido consultados para el caso. Escogió una familia: la familia formada por san José, la Virgen y el Niño, la sagrada familia de Nazaret.

Dios no hace las cosas a lo loco. No actúa improvisadamente. No se deja llevar por las impresiones del momento. Dios es eterno y sus decisiones también lo son. Cuando desde toda la eternidad determinó que su Hijo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, se hiciese hombre, se encarnase y apareciese como uno más entre los hijos de los hombres, pensó en una familia expresando de ese modo el aprecio y la estima que tiene por la familia.

Este aprecio de Dios por la familia queda patente a lo largo de toda la Revelación divina, de toda la Historia de la Salvación. Así lo afirmaba el Papa Juan Pablo II el año 2000 ante un muy numeroso grupo de familias que habían acudido a Roma para ganar la indulgencia jubilar. Les decía: Desde los albores de la creación, sobre la familia se posó la mirada y la bendición de Dios. Dios creó al hombre y ala mujer a su imagen, y les dio una tarea específica para el desarrollo de la familia humana: «los bendijo y les dijo: creced, multiplicaos y llenad la tierra».

La familia en general, la gran familia humana y cada una de las familias concretas y particulares son el medio elegido por Dios para que el hombre colabore de modo ordenado en su decreto creador. De nuevo cito a Juan Pablo II: Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia, que es el amor.

Dios empieza por crear una sola pareja para que toda la humanidad pertenezca a la misma familia humana en la que todos somos hermanos porque todos tenemos el mismo padre, Dios.

Más tarde quedará patente esa predilección divina cuando la Biblia señala el castigo divino que originó la prevaricación del hombre que renegó de su creador. Dios envió el diluvio universal del que liberó a una familia, la de Noé.

Con el correr de los siglos, la predilección de Dios por la familia quedará plasmada en la bendición a las familias de los patriarcas: Abraham, al que aseguró que en él serían bendecidas todas las familias de la tierra, Isaac, Jacob, etc., hasta llegar al rey David, en el que se concreta la promesa del Redentor.

En la Exhortación Apostólica Familiares consortio nos indica el Papa Juan Pablo II la necesidad para la familia de remontarse al principio del gesto creador si quiere conocerse y realizarse según la verdad interior no solo de su ser, sino también de su actuación histórica.

Dios, hecho hombre, nace en el seno de una familia y en ella creció en edad, en sabiduría y en gracia. No es por ello extraño que llegase después directamente con su palabra y con su gracia al ámbito familiar, que no pocas veces se acogiese a la hospitalidad de familias amigas, que en la formación de una nueva familia, la boda de Caná, iniciase su actividad taumatúrgica y que, en ocasiones, eligiese a miembros de la misma familia para sus discípulos más íntimos. En el hogar de una familia, la de los padres de Marcos, el evangelista, inició la Iglesia su devenir histórico el día de Pentecostés cuando sobre los apóstoles y María santísima descendió el Espíritu Santo.

La familia ha sido el cauce de los planes de Dios sobre los hombres a lo largo de la historia y lo sigue siendo.

La familia es la célula viva de la sociedad, algo glorioso y bendito en la intención divina y origen y fundamento de la sociedad humana (Apostolicam actuositatem, 11).

La familia tiene una entidad sagrada que exige una veneración en sí misma por parte de la sociedad y de la misma Iglesia. Cristo quiso elevar su categoría natural a la dignidad de sacramento. Es, por ello, algo superior a lo que pudiera derivarse tan solo de los lazos de sangre o de las relaciones conyugales, capaz de armonizar los intereses particulares.

Si la familia es la célula viva de la sociedad, la salud de esta dependerá de la vitalidad de aquella. Así lo considera el Catecismo de la Iglesia Católica: La familia es la célula original de la vida social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad.

El Señor pasó la parte más extensa de su vida en la tierra en el seno de una familia normal como tantas otras de aquella época y de todas las épocas. Y el Señor, que es Dios, hacía siempre las cosas con una finalidad ejemplarizante.

Si la familia está constituida como una íntima comunidad de vida y amor, en expresión del Concilio Vaticano II, entre un hombre y una mujer, nuestro primer deber es no desfigurar esa comunidad de amor, considerando como tal lo que repugna por su misma naturaleza.

El amor, para ser auténtico, requiere continuidad y ello exige un desarrollo. Es por ello por lo que entre las propiedades esenciales que constituyen la esencia de la familia está la indisolubilidad del matrimonio en que se cimenta la familia misma, siendo el primer deber de los esposos el guardarse fidelidad.

Escribiendo san Pablo a los cristianos primerizos de Corinto, les decía: a los casados mando, no yo sino el Señor, que la mujer no se separe del marido, y, en caso de que se separe, que permanezca sin casarse o reconcíliese con el marido y que el mando no despida a su mujer.

El olvido de este mandato del Señor nos lleva a esa lacra de la sociedad actual que se llama divorcio, causante de tantos sufrimientos, de tantas desgracias, de tanta infelicidad.

Es obligación fundamental de los cónyuges buscar la unidad familiar, pues su quebrantamiento es origen de la destrucción no solo de la familia, sino incluso del mismo concepto que la identifica.

Definida como comunidad de vida y amor, no se trata de una vulgar unidad física, sino de una unidad de espíritu que lleva a compartir alegrías y penas, fracasos y esperanzas.