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Dios nos pregunta ¿por qué?
Es Dios mismo quien nos lo pregunta: «¿Por qué se han amotinado las naciones?» (Ps 2, 1). ¿Por qué rechazamos a Cristo? ¿Por qué resistimos a su reinado, a su dominio? ¿Por qué se levantan las muchedumbres, los pueblos, y vociferan contra Cristo, contra su Dios? La pregunta de Dios -¿Por qué? nos recuerda aquella otra pregunta de Jesús amarrado por la brutalidad de los guardias y llevado a empujones a la presencia del Sumo Sacerdote Anás: «¿Por qué me interrogas?» (Ioh 18, 21). La delicadeza y la mansedumbre de Cristo hace realzar todavía más la impertinencia y la arrogancia del interrogatorio de Anás. Uno de los guardias corresponde a la paciencia de Jesucristo con un bofetón violento e injusto.
-«¿Por qué me pegas?» -pregunta Jesús.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué tantas veces correspondemos al amor de Cristo con un bofetón, con un encoger de hombros o con una contestación indiferente Y- fría? ¿Por qué muchas veces ni siquiera oímos lo que el Señor tiene que decirnos, o para pedirnos, o para darnos, y nos cerramos en nuestro escepticismo adulto, disimulado con un aire lejano y altivo, como si Dios no fuera para nosotros más que una idea general, posible, sí, pero lejana y ajena a nuestra vida?
¿Por qué, desde los principios de los tiempos, cuando Adán fue creado por Dios, se prefirió a sí mismo y rechazó a su Creador, llevado por las tentadoras palabras de la serpiente? «¡Seréis como dioses!» (Gen 3,5) -murmuró la serpiente a Eva. Esta vio que el fruto era bueno, lo gustó y fue a dar también a su marido. En la raíz del acto de Adán y Eva está la exclusión de Dios por la oposición frontal a un mandato suyo, por una actitud de rivalidad para con Dios, con la ilusoria pretensión de «ser como El».
¿No eran perfectamente felices Adán y Eva en el Paraíso? ¿No tenían la amistad de Dios que les había creado en «un paraíso de delicias»? Nos cuenta el Génesis que «el Señor había producido de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y de frutos dulces para comer; y el árbol de la vida en el medio del paraíso, y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Desde este lugar de delicias salía un río para regar todo el paraíso, el cual se dividí a en cuatro brazos...» (Gen 2,8-14).
Pues no obstante todas estas maravillas, este «paraíso de delicias», este paisaje ecológicamente perfecto, que hoy día la gente busca con ansiedad para descansar, no obstante todo esto, Adán y Eva han preferido hacer la experiencia. La tentación del «seréis como dioses» les llevó a desobedecer a su Creador. E intentan expulsarlo de sus vidas, escaparse a su Ley, rechazar el señorío divino. Era demasiado fuerte, demasiado sutil, demasiado radical, la tentación. Frente a la idea de «ser como dios», el hombre ni tiempo tiene para reflexionar. Un momento de duda, al oír la insinuación de la serpiente, un ligero pensamiento. Eva vio enseguida que el fruto era «bueno para comer, y hermoso a sus ojos y de aspecto agradable». Sacó el fruto del árbol y comió; y dio a su marido, que también comió» (Gen 3, 6). No piensan en las consecuencias del acto, ni piensan en el Amor con que Dios les había creado, ni en la cantidad de cosas buenas y hermosas de las que podrían disponer en aquel «paraíso de delicias» que era su morada. Solamente piensan en aquel fruto redondo, brillante que tenían delante de los ojos, que les atraía y les tentaba, y en su orgullo ciego, se precipitan, y toman la decisión loca e impensada de comerla. Lo comen con avidez, con hambre, con ansiedad, con la sola mira de «ser como Dios».
Así se repiten a lo largo de toda la historia humana las tentaciones: la perspectiva de un pequeño placer de momento, de un amor a primera vista, fugaz, la ceguera que provoca una luz fuerte, repentina, la precipitación, el pecado. Y después, inevitable, la huida de Dios, la vergüenza de compadecer en su presencia, la rotura, la negación, el odio: son los peldaños de una escalera que se pueda bajar en poco tiempo. El Papa Juan Pablo II, en su Exhortación Apost. Reconciliación y Penitencia hace referencia a esta narración de la caída de nuestros primeros padres, de la cual saca enseñanzas valiosas para hacemos conscientes del misterio del pecado, el misterio de la iniquidad, según expresión de San Pablo (2 Thes 2, 7).