-
Aquí me parece que está, Señor, la terrible enseñanza que puede servirnos a nosotros. Este seguimiento de lejos, se parece demasiado a la tibieza: ni frío ni caliente; ni cobarde hasta el abandono, ni valiente hasta exponerse a compartir tu suerte. ¡Si no se hubiera dormido en lugar de velar contigo en oración! ¡Si no hubiera tenido tanta confianza en sí mismo como para meterse en la boca del lobo! Ni siquiera tomó la precaución de pasar lo más discretamente posible: «Habían encendido fuego en medio del atrio y estaban sentados alrededor. Pedro estaba sentado en medio de ellos» (Le 22, 55); «estaban allí los servidores y los criados que habían encendido fuego pues hacía frío, y se calentaban. Pedro también estaba con ellos calentándose» (Jn 18, 18). ¿Qué otro motivo, sino la relación contigo, podía haber para que a semejante deshora un desconocido estuviera en el atrio calentándose con ellos?
San Juan Crisóstomo, en sus comentarios a los Evangelios de San Mateo, se muestra más duro que San Agustín. Habla del «discípulo totalmente derrotado por el miedo» de su amedrentamiento, de que «estaba muerto de miedo» (Hom., 85, 1). Tres veces te negó, Jesús, a pesar de haberle prevenido. Y cuando coincidió la tercera negación (con juramento e imprecaciones, dice San Marcos) con la segunda vez que cantó el gallo, Pedro se encontró con tu mirada en el momento, quizá, en que atravesabas el atrio para ser conducido a la presencia de Caifás y, recordando sus bravatas y tu advertencia, «salió fuera y lloró amargamente» (Le 22,51).
Líbranos de la tibieza, Jesús, de ese seguirte de lejos por miedo a comprometernos; danos luz para que seamos capaces de ver las mortales consecuencias de la tibieza, porque «por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca» (Ap 3, 16). Así es, Señor, porque si no tomamos en serio tus advertencias («velad y orad para no caer en la tentación»); si nos fiamos demasiado de nosotros mismos; si nos creemos tan fuertes que nos permitimos el corrompido lujo de ofenderte porque no es pecado mortal; si somos calculadores para calibrar cuidadosamente nuestras acciones evitando tanto el riesgo de la condenación como las incomodidades (hablando a lo humano) de la santidad, entonces el peligro es máximo, como se nos advierte en Surco: «Chapoteas en las tentaciones, te pones en peligro (¡como se puso Pedro!), juegas con la vista y con la imaginación, charlas de... estupideces. —Y luego te asustas de que te asalten dudas, escrúpulos, confusiones, tristeza y desaliento. —Has de concederme que eres poco consecuente» (n. 132).
Y menos mal si la cosa no pasa de ahí. Lo malo, Señor —y esto lo demuestra la experiencia—, es que o se es consecuente y se corta a costa de lo que sea, o se va a más. Y ya sabemos —lo dice la Sagrada Escritura— que uno de los síntomas —o de las consecuencias— de la tibieza es la ceguera espiritual (Ap 3, 17), el no ver el peligro, el menospreciarlo, el no darse cuenta. No nos sabemos dar cuenta, Jesús, pero hemos inventado muchos modos sutiles de negarte. No me refiero a los que se confiesan «católicos no practicantes», como si pidieran perdón o se estuvieran excusando por haber sido hechos hijos de Dios por el Bautismo: eso no tiene ninguna sutileza. Te negamos cuando te posponemos a cualquier capricho, cuando adoramos de hecho a falsos dioses y nos movemos, no por agradarte a ti, que tanto hiciste por nosotros, sino por pequeñas y deleznables compensaciones; cuando te ignoramos; cuando te negamos con nuestras obras o nuestros escritos, y también por temor a la sonrisa estúpida o al comentario burlón; cuando hacemos como si no viéramos a nuestro hermano necesitado de ayuda. ¡Hay tantos modos de negarte!
Lo recordaba el bienaventurado Josemaría Escrivá: «Han transcurrido veinte siglos, y la escena se repite a diario: siguen procesando, flagelando y crucificando al Maestro... Y muchos católicos, con su comportamiento y con sus palabras, continúan gritando: ¿A ése? ¡Yo no le conozco! —Desearía ir por todos los lugares, recordando confidencialmente a muchos que Dios es misericordioso, ¡y también es muy justo! Por eso ha manifestado claramente: Tampoco yo reconoceré a los que no me han reconocido delante de los hombres» (Surco, n. 369).
Dame tu luz, Señor, y también —como nos lo recuerda Camino (n. 326)—, «un temor filial que me haga reaccionar», de manera que me fíe siempre más de tu palabra que de mis sentimientos, o de esas buenas determinaciones tan generales que nunca acaban de concretarse y que siempre terminan por olvidarse. Y que aprenda que es la contrición, ese dolor de amor que provocó las lágrimas de Pedro, el medio para salir de la tibieza.