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Todo aquel pretendido juicio religioso en todas y en cada una de sus fases era una farsa hipócrita. ¿Por qué, Señor, te sometiste a ella? ¿Por qué no te defendiste, confundiéndoles como tantas veces lo habías hecho en otras ocasiones, dejándoles en ridículo, mostrando a todos la mala fe del Sanhedrín y la mentira de sus acusaciones?
Pero ésta, Señor, sería una pregunta tonta. Tú ya sabías cuál iba a ser el resultado de todo aquello; sabías, cuando te preguntaron si eras el Cristo, que no te creerían, y sabías también que si les hacías preguntas no las iban a contestar. No te revolviste ante la mentira, la hipocresía y la injusticia. Callaste, porque sabías también que su determinación estaba tomada de antemano: la sentencia condenatoria era muy anterior al juicio, y más o menos explícitamente la había manifestado Caifás cuando, al saber que habías resucitado a Lázaro, que llevaba cuatro días muerto y había entrado en descomposición, dijo que convenía que un hombre muriera por todo el pueblo. Acertó, pero de un modo distinto a lo que pensaba al pronunciar aquellas palabras. No obstante, tú dejaste entrever tu condición al decir que te verían sentado a la derecha del Poder para que, si había entre ellos alguno que todavía conservaba en su corazón alguna rectitud, lo atisbara.
En cambio no callaste cuando te preguntaron abiertamente: «¿Luego tú eres el Hijo de Dios?»; no callaste porque entendiste muy bien el sentido ontológico que tenía la pregunta, el más propio y exacto de la expresión; no callaste porque ¿cómo ibas a negar tu filiación respecto al Padre?
Y luego te sometiste —iba a añadir: dócilmente— a ser escupido y maltratado, a las groseras burlas y a las bofetadas, aceptándolo todo sin una queja, sin una protesta, como si tuviera que ser así, como si tuvieran derecho a hacerlo y tú obligación de sufrirlo. Por lo demás, ya lo había anunciado Isaías de ti: «Ofrecí mi cuerpo a los que me herían, mis mejillas a los que me mesaban la barba, y no aparté mi cara de los que me escupían y me insultaban» (Is 50, 6). Pero ellos —sugiere el P. La Palma—, que cubrieron tus ojos ocultándose a tu vista, se condenaron a sí mismos a no verte nunca más con los ojos de la fe. Tenía razón San Juan Crisóstomo cuando escribió que los evangelistas «narran con absoluta objetividad lo que parece más ignominioso, sin disimular nada, sin avergonzarse de nada, teniendo más bien como una gloria, como a la verdad lo era, que el Señor de la tierra entera se dignara sufrir los oprobios por nuestro amor» (Hom. 85 s. Mt 1).
Una gran lección de mansedumbre fue tu respuesta al que te abofeteó en la casa de Anás; una gran lección de paciencia al soportar los ultrajes de sacerdotes y criados en casa de Caifás. Tú lo habías anunciado a tus discípulos, pero ellos no lo entendían. Nos revolvemos, y a veces incluso furiosos, contra los que parece que nos ofenden; no sabemos callar, siempre tenemos pronta la excusa para paliar nuestros yerros, para justificar nuestros errores o el trabajo mal hecho. No nos gusta quedar mal, y apelamos a todos los medios para evitar toda humillación, por pequeña que sea, y si nos humillan nos quedamos con resentimiento. Tú eras inocente y no te defendiste; nosotros somos pecadores y no soportamos que nadie nos levante la voz; y si tú permites que nos alcance algún sufrimiento físico o moral siempre nos parece excesivo y hasta injusto. ¿Por qué a mí?, decimos, como si fuera una injusticia. Somos tan susceptibles que nos consideramos aludidos —y ofendidos— hasta por un comentario banal, y ni siquiera entonces somos capaces de callar. Yo quisiera, Señor, que me ayudaras a aceptar en silencio toda humillación, sufrimiento o deshonra, porque siempre será como nada comparado con lo que por mis pecados merezco. Tal es el consejo que el Beato Josemaría nos da cuando nos impulsa a cumplir la voluntad de Dios «acordándote de Jesús difamado, de Jesús escupido y abofeteado, de Jesús llevado a los tribunales... ¡¡y de Jesús callado!! —Propósito: a bajar la frente a los ultrajes y —contando también con las humillaciones que, sin duda, vendrán— proseguir la tarea divina, que el Amor Misericordioso de Nuestro Señor ha querido encomendarnos» (Surco, n. 35).