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ESPOSO DE MARÍA (3 de 3)
Si el matrimonio en el que se desarrolla el amor entre los esposos es el camino ordinario por el que discurre el porcentaje más elevado de la humanidad, sería absurdo pensar que Dios se desentiende de esa masa numerosa de gente para ocuparse de una pequeña porción llamada por Él a una vida consagrada en el sacerdocio o la religión. En la Iglesia, no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (Lumen Gentium, 32).
El mismo Concilio señala en otro de sus documentos: los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar (...), llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación (Gaudium et spes, 48).
El amor conyugal, amor humano noble y santo, no puede reducirse a un mero contrato con una cláusula acordada de rescisión, en el que se establece lo que cada uno debe aportar. El amor entre esposos exige la generosidad del alma, la ilusión y la entrega total como corresponde a una vocación -llamada divina- que Cristo refrendó con un sacramento, que significa la unión de Cristo con la Iglesia.
Llamada divina, vocación específica para, siguiendo su propio camino, llegar a la perfección cristiana, a la santidad.
En la beatificación del matrimonio compuesto por Luis y María Beltrame decía el Papa Juan Pablo II: Estos esposos vivieron, a la luz del Evangelio y con gran intensidad humana, el amor conyugal (...). Los beatos esposos, inspirándose en la palabra de Dios y en el testimonio de los santos, vivieron «una vida ordinaria de modo extraordinario». En medio de las alegrías y las preocupaciones de una familia normal, supieron llevar una existencia extraordinariamente rica en espiritualidad (...). La riqueza de fe y de amor de los esposos Luis y María es una demostración viva de lo que el Concilio Vaticano II afirmó acerca de la llamada de todos los fieles a la santidad, especificando que los cónyuges consiguen este objetivo «siguiendo su propio camino».
La santidad, que consiste en enamorarse de Dios en el mayor grado posible, es la misma para todos y es distinta en el modo como ha de ser vivido ese amor a Dios, como distintas son las circunstancias en las que cada uno desarrolla su actividad o vive su vida.
El cumplimiento fiel de sus deberes de esposos será el medio natural de expresar su amor a Dios hasta el heroísmo, como lo será para el sacerdote o el religioso el cumplimiento fiel de sus propias obligaciones. Para Dios no hay vocaciones de segunda clase.
Si Dios nos ha llamado, podemos tener la seguridad de recibir de Él cuanto se necesite para vivir fielmente como esposos.
Todos hemos sido redimidos por Cristo y, aunque todos nos sintamos pecadores y lo seamos, no podemos orientar nuestra mirada hacia el hombre pecador sin alargar el horizonte hasta redescubrir lo que era el hombre en el paraíso -amigo de Dios-, prefigurando así lo que será el hombre en el cielo.
Para este cumplimiento heroicamente fiel de las virtudes teologales y cardinales en las que se incluyen sus deberes de esposos cuentan con la gracia de Dios recibida en el Bautismo, renovada en la Confesión, incrementada en la Eucaristía y especificada en el Sacramento del Matrimonio, que otorga a los contrayentes el derecho a cuantos auxilios precisen de Dios para ese heroico comportamiento. La gracia del sacramento les otorga la fortaleza para mantener fresco, aun en los momentos de mayor dificultad, ese amor generoso y sacrificado con el que respondieron a la vocación divina, a la llamada de Dios.
De san Josemaría Escrivá son estas palabras: La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber: La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria.
San José y la Virgen vivieron así su amor de esposos. Fueron dos esposos modélicos, no podía ser de otro modo, ligados por un matrimonio virginal, contraído bajo la inspiración de Dios.
Sin duda vivieron muy felices unidos por este amor esponsal, fundidos en un mismo ideal, cuidando de quien sabían era el Salvador del mundo. Si en toda familia son los hijos lazo de unión y motivo de felicidad, podemos imaginar cómo sería esta unión entre la Virgen y san José y cuál sería el grado de su felicidad.
Ello nos lleva a considerar la incidencia y el sentimiento que en el alma de la Virgen causaría la muerte de san José. El dolor que sentiría en ella era solo comparable al amor que hacia su esposo había sentido. El verse privada de su compañía cuando aún era una mujer joven causaría en ella un profundo dolor, solo mitigado por la presencia del Hijo en el hogar. La aceptación de la voluntad de Dios de ningún modo anularía el sufrimiento interior causado por la muerte del esposo.
Si, en todo matrimonio, la muerte del esposo supone una línea divisoria entre un antes y un después, lo mismo ocurriría en la familia de Nazaret.
La vida de la Virgen sufrió un cambio radical no solo en el aspecto sentimental, sino también en el jurídico y social.
Ella pasó a engrosar el grupo de las viudas y a depender jurídicamente de su Hijo, que era quien la representaba ante la sociedad.