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31 enero 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

ESPOSO DE MARÍA (1 de 3)

San Mateo concluye la genealogía de Jesús con estas palabras: Jacob engendró a José, esposo de María, de la que nació Cristo. Inmediatamente después nos dirá que María estaba desposada con José y que José era su esposo, dándose la circunstancia de que, antes de convivir, se encontró con que María, su esposa, había concebido por obra del Espíritu Santo.

San Lucas, después de narrar la concepción de Juan el Bautista y las circunstancias que en la misma concurrieron, relata la Anunciación del Señor indicando que la virgen cuyo nombre era María, residente en Nazaret de Galilea, estaba desposada con un varón de nombre José.

Coinciden ambos evangelistas en afirmar que el esposo de la madre de Jesús era José y que aún no había tenido lugar la boda propiamente dicha cuando la Virgen se encontró en estado de buena esperanza por obra y gracia del Espíritu Santo, lo que originó serias dudas y graves congojas en el ánimo del esposo, como en otro lugar ha quedado expuesto.

Hay que tener en cuenta que la costumbre, avalada por la ley de Moisés, existente en la Palestina del tiempo de Jesús, señalaba que el matrimonio se celebraba en dos tiempos separados por alrededor de un año.

El primer acto era el correspondiente a los esponsales o desposorios. En él intervenían poco los novios, dado que los matrimonios eran concertados por los padres o tutores, cosa que aún es corriente en no pocos pueblos de Oriente.

Los padres o tutores de los futuros esposos entablaban relaciones, discutían la cuantía de lo que habría de aportar cada uno de los novios y, cuando llegaban a un acuerdo, quedaba concertado el matrimonio.

San José y la Virgen, sin duda, se conocían de toda la vida, como suele ocurrir en los pueblos pequeños, y tendrían la edad acostumbrada para ello. La novia, entre los doce y los quince años y el novio, alguno más, entre los dieciocho y los veinticuatro.

Hubo una época, más o menos prolongada, en la que los autores eran partidarios, sin duda apoyándose en los evangelios apócrifos, de considerar a san José de edad avanzada, lo que ha influido no poco en la iconografía del santo.

Hoy nadie sostiene semejantes teorías que, si en algún momento pudieron alimentar una piedad fofa, siempre chocaron con la lógica y el sentido común. Un anciano no es lo más apropiado para sacar a flote a la Virgen y al Niño de los lances en que los metió la avaricia y la maldad de Herodes.

San Josemaría Escrivá dice a este respecto: No estoy de acuerdo con la forma clásica de representar a san José como un hombre anciano, aunque se haya hecho con la buena intención de destacar la virginidad de María. Yo me lo imagino joven, fuerte, quizá con algunos años más que Nuestra Señora, pero en la plenitud de la edad y de la energía humana.

Este primer acto era el verdaderamente importante ya que jurídicamente era considerado verdadero matrimonio a todos los efectos morales y jurídicos. Los hijos engendrados después de los desposorios eran considerados legítimos en todos los ámbitos, la novia pasaba a ser conocida como la esposa de fulano y, si moría el esposo antes de la boda, pasaba a engrosar el número de las viudas.

Existía una bella ceremonia para los desposorios que solía celebrarse en la casa de la novia y a la que asistían, junto a los padres y familiares, los amigos más íntimos de ambos, que actuaban como testigos.

El novio entregaba a la novia una moneda u otro objeto convenido a la vez que pronunciaba las palabras tradicionales: he aquí que tú eres mi prometida, contestando la novia con las mismas palabras a la vez que recogía la moneda u objeto convenido. El novio entonces le entregaba el acta del contrato y quedaban considerados como marido y mujer. Solo un complicado proceso los podría separar.

La boda como tal tenía lugar aproximadamente un año después. Era una hermosa fiesta que duraba siempre varios días. El día convenido acudía el novio, generalmente, al final de la tarde, acompañado de amigos y compañeros a casa de la novia, que esperaba impaciente su llegada en unión del elemento femenino de la familia y del grupo de amigas más íntimas.

La novia, vestida con sus mejores galas, era montada en una cabalgadura, normalmente, un borriquillo, que llevado por el novio del ronzal era conducida a la casa de este, que desde entonces se convertiría en domicilio conyugal. Durante el camino, grupos de amigos arrojaban flores y plantas olorosas sobre los novios y les cantaban canciones alusivas al acto.

Llegados a la casa, un miembro de la casta sacerdotal o un anciano leía los textos sagrados dispuestos para la ceremonia y, concluidos estos, empezaba la fiesta, que duraba más o menos días conforme a la situación económica de las familias.

Algo así sería la boda de la Virgen y san José. Ambos rebosarían de alegría, una vez que las dudas y zozobras del esposo habían sido disipadas por el ángel del Señor. Todas las gentes del pueblo participarían, en mayor o menor medida, en la boda, como suele ocurrir en las aldeas pequeñas cuando sucede algún acontecimiento de esta naturaleza, dado que la mayoría de las gentes tienen algún grado de parentesco. Todos envidiarían la suerte de san José por haber matrimoniado con la muchacha más hermosa y con mejores cualidades del lugar.

El amor entre la Virgen y san José fue un amor esponsal. No se quisieron como amigos o como hermanos, se quisieron como esposos. Así dice Federico Suárez en José, esposo de María: José amó a la Virgen, pero no como un hermano, sino con un amor conyugal limpio, tan profundo que hizo superflua toda y cualquier relación camal, tan delicado que le convirtió no solo en testigo de la pureza virginal de María -virgen antes del parto, en el parto y después del parto, como nos enseña la Iglesia-, sino en su custodio. Lo mismo que enseña Juan Pablo II: El varón justo de Nazaret posee ante todo las características propias del esposo.

Cuando la Virgen recibe la visita del ángel era verdadera esposa de san José y su amor hacia él era el propio de cualquier esposa. El hecho de que en su pensamiento anidase la idea de vivir entregada a Dios de modo exclusivo formaba parte del plan de Dios.

Cuando el ángel de Dios se aparece en sueños a san José para tranquilizarle de sus zozobras y explicarle el misterio, le habla de María, su mujer, a la que no debe tener inconveniente de admitir en su casa, pues lo que hay en su seno ha sido producido por obra del Espíritu Santo.

El Papa recuerda: ¿no habrá que pensar que el amor de Dios, «que ha sido derramado en el corazón humano por medio del Espíritu Santo», configura de modo perfecto el amor humano? Este amor de Dios forma también -y de modo muy singular- el amor esponsal de los cónyuges, profundizando en él todo lo que tiene de humanamente digno y bello, lo que lleva el signo del abandono exclusivo, de la alianza de las personas y de la comunión auténtica a ejemplo del Misterio Trinitario.

En otro bello documento, dedicado al estudio de la familia cristiana, nos habla de cómo el hombre y la mujer han sido creados para amar, llamados al amor: Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente, la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano.