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24 enero 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

VOCACIÓN DE SAN JOSÉ (3 de 3)

¡Qué bien viene aquí el recuerdo de aquellos versos tan conocidos de santa Teresa de Jesús! Nada te turbe, nada te espante;/ todo se pasa,/ Dios no se muda,/ la paciencia/ todo lo alcanza;/ quien a Dios tiene/nada la falta:/ solo Dios basta.

Y don Javier Echevarría en Itinerarios de vida cristiana nos dice: Dios es Padre: nos comunica la vida, se ocupa con cariño infinito de todo lo nuestro, cuida en cada momento de nosotros, nos sigue día a día con una providencia cuyos caminos a veces permanecen ocultos, pero en la que debemos apoyarnos y confiar siempre. Sostenida por esta luz, la vida ordinaria, nuestra vida de hombres y mujeres corrientes, se señala en su auténtico y profundo sentido, rebosante de riqueza sobrenatural y humana. Desaparecen la trivialidad, la monotonía, la consideración de los quehaceres cotidianos como necesidades inevitables, pero rutinarias y sin valor.

El cristiano -el católico- es hijo de la Iglesia. No puede tener a Dios por padre quien no tenga a la Iglesia por madre, decía san Cipriano en el siglo m de nuestra era.

El cristiano -el católico- forma parte de la gran familia espiritual, que es el Cuerpo Místico de Cristo, el pueblo de Dios, que continuará, triunfante, por toda la eternidad en la Casa del Padre.

Esta llamada de Dios a formar parte de los discípulos de su Hijo no admite un mero estar matriculados por el bautismo con los demás discípulos, sino que requiere ser alumno distinguido, enamorado del Maestro, dispuesto siempre al esfuerzo por parecerse a Él.

Es completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humana incluso en la sociedad terrena (Lumen Gentium, 40).

El mundo tiene necesidad urgente de una primavera de santidad que acompañe los esfuerzos de la nueva evangelización, y ofrezca un sentido y un motivo de confianza renovada al hombre de nuestro tiempo, a menudo defraudado por promesas vanas y tentado por el desaliento.

Los hijos de la Iglesia están llamados a responder a este desafío mediante un compromiso de santificación serio y diario en las condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida (Juan Pablo II).

La aspiración a la santidad, a vivir enamorado del Señor, forma parte de nuestra vocación de cristianos. No nos eligió el Señor para ser cristianos de tercera división, sino para jugar en primera y luchando por alcanzar la cumbre en nuestro particular campeonato.

La santidad no es un lujo, no es un privilegio de unos pocos, una meta imposible para un hombre normal; en realidad, es el destino común de todos los hombres llamados a ser hijos de Dios; la vocación universal de todos los bautizados. La santidad se ofrece a todos; naturalmente, no todos los santos son iguales: de hecho son el espectro de la luz divina. Y no es necesariamente un gran santo el que posee carismas extraordinarios. En efecto, hay muchísimos cuyo nombre solo conoce Dios, porque en la tierra han llevado una vida aparentemente muy normal (Benedicto XVI).

Una enseñanza más, entre otras, nos reporta la vocación de san José: no le sacó de su sitio. Si antes de recibir la visita del ángel era el artesano de Nazaret, artesano siguió siendo después de conocer el misterio; si vecino era de la aldea, siguió siéndolo después; si su oficio le situaba en una clase social media baja, igual siguió a lo largo de su vida.

Dios ha llamado a algunos, muy pocos en relación a la totalidad, a servirle con una vocación especial en la religión o el sacerdocio a la que deben responder con generosidad y fidelidad, pero no es ese el caso de la inmensa mayoría de hombres y mujeres que, como personas corrientes, en todas las clases sociales y en todas las profesiones y condiciones de vida habrán de servirle como hizo san José: en el lugar, en el oficio o en el estado que hayan adquirido en su vida.

El ejemplo de san José es una fuerte invitación para todos nosotros a realizar con fidelidad, sencillez y modestia la tarea que la Providencia nos haya asignado (Benedicto XVI).