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¡VENTUROSOS LOS QUE A EL SE CONFIAN!
Desde la cruz
Jesús sube al Calvario y es crucificado entre dos ladrones. A pesar de que le tratan como a malhechor, aun allí, en esa circunstancia, el Señor dialoga dando confianza y seguridad.
Mientras uno de los ladrones se preocupa sólo de renegar de su mala suerte, el otro observa a Jesús. En ese tiempo en que los dos parecen juntos, Dimas advierte algo que le hace confiar; intuye que junto a aquel Hombre va a encontrar lo que en estos momentos necesita: la paz.
No puede ser más difícil la situación, ni más terrible el lugar. Entre blasfemias, dolores, golpes de martillo y con todo el pueblo amotinado gritando, Dimas, el buen ladrón, mira a Jesús. El espectáculo no es precisamente atractivo. Se pueden contar con los dedos de la mano las personas que seguían confiando en Cristo. «Estaban junto a la cruz María su Madre, María de Magdala, Salomé y otras mujeres, y, junto a ellas, San Juan». Es natural que estén allí presentes. Una madre y unas personas que aman no abandonan nunca al ser amado.
Dimas tampoco se admira de que permanezcan allí, hasta el fin del sacrificio, sin temor de ninguna clase. Un adolescente, Juan, tampoco impresiona, y, sin embargo, Dimas llegó al conocimiento profundo de lo que allí estaba aconteciendo y dijo aquellas palabras, pocas, las suficientes, llenas de un contenido inmenso, que amortiguan el dolor que sentía Cristo: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en el Paraíso». Confianza absoluta por parte de un pobre hombre que nada esperaba ya de la vida, ni de sus amistades, ni de sus conocidos. En medio de un gran dolor, qué alegría produce oír la voz cariñosa de un amigo, y por eso la respuesta de Jesús no puede ser más alentadora ni más rotunda: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». La pronta respuesta de Cristo nos impresiona; sólo unas palabras bastan para que su corazón perdone toda una vida dedicada al pillaje. No hay tiempo que perder; la petición ha llegado al Dios- hombre clavado en la Cruz, lleno de dolor. Este «hoy» es el que nos conmueve. Jesús, queda bien claro, no es un Dios que se niega a cualquier cosa que le pidamos o que se hace de rogar. Más bien, es Cristo el que espera. Espera, pacientemente, la palabra, el recuerdo, para «dar» inmediatamente. Por eso, cuando nos quejamos de que Dios no ayuda, ¿no será que no sabemos pedir?
A veces nos sucede que vamos por la vida gimiendo porque no conseguimos salir del atolladero, y la solución la tenemos al alcance de la mano: ponerlo en conocimiento de quien nos lo puede solucionar; Señor, dame lo que conviene.
Es un acto de confianza en El. No podemos ser tan escépticos y pensar que Dios ya lo sabe todo y que lo que vamos a pedirle El ya lo conoce. Precisamente, esa confianza acelera muchas veces el momento en que el Señor pretendía darnos una gracia, por falta de atención nuestra, aquello que podíamos haber alcanzado un día lo conseguimos mucho más tarde.
Confiar a pesar de todo debe ser nuestro lema. Nuestra vida es vida de fe. Buen ejemplo de esta confianza nos proporciona la Virgen. Toda la vida de María se puede resumir en un acto de esperanza continuado y, si además analizamos sus actos, a pesar de los pocos datos que poseemos, resultan suficientes, sin embargo, para poder llamarla sin vacilaciones Virgen de la Esperanza.