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VOCACIÓN DE SAN JOSÉ (2 de 3)
San Pablo hace una descripción de la sociedad romana descreída y hedonista que bien se podría aplicar a sectores amplios de la sociedad occidental.
Dice el apóstol: Habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles.
Por lo cual, también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén. Por esto, Dios los entregó a pasiones vergonzosas; pues aun sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza, y de igual modo también los hombres, dejando el uso natural de la mujer, se encendieron en su lascivia unos con otros, cometiendo hechos vergonzosos hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos la retribución debida a su extravío.
Y, como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen; estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños y malignidades; murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia; quienes habiendo entendido el juicio de Dios, que los que practican tales cosas son dignos de muerte, no solo las hacen, sino que también se complacen con los que las practican.
Los cristianos tenemos la misión de corregir esta situación moral colaborando con la gracia de Dios, pues, si el Señor no construye la ciudad, en vano se cansan los albañiles, y asumiendo nuestra condición de criaturas de Dios al que reconocemos como nuestro Dios y Señor, sabiendo que hay una ley divina y aceptándola como norma de nuestra existencia, adoptando una aptitud de adoración y oración para hacer realidad en nuestra vida la enseñanza de Jesús.
Es condición del buen discípulo escuchar al maestro, fiarse de él, creerle. El cristiano, discípulo de Cristo, ha de escuchar al Señor. Este fue el mandato de Dios-Padre en el monte de la transfiguración cuando, absortos en la contemplación de Jesús glorioso que dialogaba con Moisés y Elías, escucharon una voz que desde la nube les dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco: escuchadle.
Característica es, pues, del cristiano ser hombre de fe.
La fe no es un sentimiento, sino un asentimiento. Es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma (Catecismo de la Iglesia Católica, 144 y ss.).
San José nos da un ejemplo claro de lo que nos dice el Catecismo: se somete libremente a lo que le propone el ángel de parte de Dios fiado, no de su conocimiento, sino de la palabra de Dios que es la verdad y ni puede mentir, ni se puede equivocar, ni nos puede engañar.
Sus sentidos y su inteligencia le muestran un hecho: la maternidad de su esposa, que no comprende, pero la fe: prueba de lo que no se ve, le da la luz que le niegan los sentidos. Sabe que no es la claridad la mejor arma para ver más y más profundo. La claridad del mediodía nos hace ver más claro, pero la oscuridad de la noche nos enseña más estrellas que, además, están más alejadas de nosotros que el mismo sol.
Conociendo, como conoce Dios, la naturaleza del hombre tan inclinado siempre a confundir su parecer con la realidad objetiva, quiso dejar su Palabra depositada en la Iglesia para que esta se encargase de transmitirla a sus fieles con objetividad sin dar paso a la posibilidad de que cada uno de nosotros se fabricase un sistema de verdades acomodado a su propio gusto o a su particular parecer.
El cristiano debe estar abierto a la Revelación divina y sometido al criterio infalible de la Iglesia.
La fe es un don de Dios que a nadie se niega. Sin fe es imposible agradarle, porque el que se acerca a Dios debe creer que existe y que premia a quienes le buscan.
Estas palabras de la Escritura santa nos llevan de la mano a considerar la necesidad de la fe y no solo de los actos de fe, sino también de aquel conjunto de verdades que la Iglesia nos propone como ciertas.
Tal vez no estemos en uno de los momentos más propicios para creer. El hombre endiosado en sí mismo, abierto a todo tipo de influencias extrañas, ajeno a la costumbre de pensar y borracho de sensaciones, no tiene tiempo ni humor para pensar en las verdades que le ha revelado el Señor. Por ello es necesario suplicar al Señor que nos aumente la fe que recibimos, con la gracia, en el bautismo.
En el Evangelio se nos cuenta la curación de un muchacho epiléptico al que los apóstoles no pudieron curar. Cuando llegó Jesús, el padre del muchacho le suplicó que, si algo podía, lo hiciese por aquel hijo suyo que tanto sufría. El Señor le contestó que todo es posible al que cree, y dice el Evangelio que aquel hombre le dijo: creo, Señor; ayuda mi incredulidad.
Nosotros, como el padre del muchacho epiléptico, deberemos decirle muchas veces al Señor: creo, pero auméntame la fe.
Ser cristiano supone no solo ser persona religiosa y hombre de fe, sino también pertenecer a la familia de Dios: ser hijos adoptivos suyos; ser hijos de Dios y miembros de la Iglesia.
Mirad qué amor tan grande nos ha tenido Dios, que podamos llamamos hijos de Dios, ¡y lo somos!, decía san Juan lleno de admiración y agradecimiento a los cristianos de la primera generación.
Que somos hijos de Dios es la gran revelación de Jesucristo. Alguien ha definido al catolicismo como la religión de los hijos de Dios.
Cuando piden a Jesús los apóstoles que les enseñe a rezar, Él les propone el padrenuestro, enseñándoles que Dios es nuestro padre.
No somos una partícula perdida en el universo; somos hijos de un Dios que se interesa por cada una de nuestras acciones; somos sus hijos, parte de su familia, que busca siempre nuestro bien, aunque algunas veces nos pase como a los niños pequeños, que ni lo vemos ni lo comprendemos.
Esta gran verdad debe impregnar toda nuestra vida de optimismo, llenándola de alegría, de serenidad y de paz. Vivir la esperanza.