Página inicio

-

Agenda

12 enero 2024

Suárez. La pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Suárez

Tú te entregaste voluntariamente. No opusiste resistencia, y desautorizaste a tus discípulos que querían defenderte, incluso empleando la violencia, de aquellos hombres armados con palos y espadas; no quisiste que hicieran daño a nadie. ¿Qué culpa tenían ellos? Los soldados de la cohorte no hacían otra cosa que obedecer a su tribuno, y a su vez el tribuno obedecía órdenes; los servidores de los judíos ¿cómo iban a negarse a hacer lo que los pontífices y ancianos del pueblo, sus propias autoridades religiosas, les habían mandado? Sólo tú sabes las falsedades que les habrían contado acerca de ti, y hasta es posible que algunos hubieran ido con repugnancia; no todos, pues algunos no te querían bien, según luego se vio. Tú, Señor, eres compasivo y misericordioso; lo que hacían contigo era indigno, cruel, humillante, pero tú comprendías a aquella pobre gente: unos ignorantes, otros engañados; quizá alguno, o algunos, con el corazón envenenado y deseando quitarte de en medio. Todo lo que dijiste fue hacerles ver lo injusto y vejatorio que era ir a prenderte con palos y espadas como si fueras un indeseable al que había que apartar de la sociedad, cuando bien sabían ellos que continuamente te mostrabas a la faz de todos enseñando en el Templo, y sólo bien habías hecho a cuantos te exponían una petición en su ayuda. ¿Qué necesidad tenían de palos y espadas y soldados? Pero ellos no sabían, como tú, que debían cumplirse las Escrituras.

En cuanto a ellos... Quizá tuvieron miedo, y por eso consiguieron de Pilato la ayuda de una cohorte. Sabían muy bien, porque era fama pública, que si tenías poder para hacer andar a los cojos y paralíticos, para curar la lepra, para resucitar muertos —bien cerca estaba la resurrección de tu amigo Lázaro, ya en descomposición—; que si tenías poder para hacerte obedecer de los demonios, y hasta de los elementos, del viento y del mar, mucho más tendrías para desembarazarte de unos pocos hombres a los que habías derribado con unas pocas palabras. Sólo habías hecho el bien; pero ¿no podía haber pasado por su corazón el temor a que, viéndote tan injustamente tratado, emplearas tus poderes para defenderte con daño para ellos?

¿Y tus discípulos? No me parece que fueran tan cobardes. Estaban dispuestos a pelear («¿heriremos con la espada?», te preguntaron como pidiendo autorización)... hasta que desautorizaste a Pedro, curaste a Maleo y te entregaste pacíficamente. Sólo entonces se marcharon... y te dejaron solo. Tú no quisiste que ellos sufrieran por haberte seguido. «Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos», dijiste: su libertad a cambio de la tuya.

Ni siquiera para Judas, el traidor, tuviste una mala palabra. «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?»: éste fue todo el reproche que le hiciste. No le recordaste ni le echaste en cara tu preferencia por él cuando le elegiste, ni la confianza con que le honraste, ni los poderes que le diste para curar enfermos y expulsar demonios cuando, junto con los demás, les enviaste de dos en dos a las ciudades y aldeas a donde tú pensabas ir. Parece imposible, Jesús, pero le seguías amando, y ni siquiera entonces, cuando había consumado tu traición y te viste maniatado como un peligro público con patente y escandalosa injusticia, salió de tus labios el más mínimo reproche.

Pero todo estaba así previsto por el Padre. San Lucas observó que tú dijiste a los judíos que te prendieron: «Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas». Hay un poder de las tinieblas que tiene su hora, como la tuvo cuando le permitiste que afligiera al santo y paciente Job con tanta desdicha; la tiene con relación a la Iglesia, que de vez en cuando se ve zarandeada por el Maligno valiéndose de los más variados auxiliares, como se valieron las autoridades de entonces de servidores y soldados, que ni te conocían ni te odiaban, para acabar contigo; la conocen cuantos quieren servirte y seguir tus huellas; y luego están esos momentos en que todo sale mal, en que parece como si te desentendieras de nosotros y de nuestras peticiones, en que el que intenta servirte se ve maltratado y se ve humillado, mientras contempla triunfante al malvado. «Luego ¿el hombre pecador tiene su hora? ¡Sí, y Dios su eternidad...!» (Escrivá de Balaguer, Via Crucis, I, n. 2). Y esto, la inevitable eternidad, es lo que los hombres, y menos cuando llega la hora del poder de las tinieblas, rara vez suelen pensar, a pesar de que en cualquier caso y en todo momento van derechos hacia ella.

Te suplico, Señor, que me ayudes a comprender, a disculpar, aunque me traten con injusticia. Tú eras inocente, te maltrataron y humillaron, y sin embargo no tuviste sino buenas palabras, incluso para Judas. Que nunca salgan de mis labios palabras hirientes o despectivas, que nunca mi lengua ofenda o menosprecie a nadie, porque yo, Señor, no soy inocente, sino culpable, y con verdad puedo decir con Santa Teresa que por mucho que me culpen siempre se quedarán cortos. Eso fue lo que con su ejemplo y con sus palabras enseñó tu siervo Josema- ría Escrivá a sus hijos: a comprender, a disculpar, a perdonar. Haz, Señor, que comprenda y disculpe siempre, que tenga el valor, por amor a ti, de no revolverme ante la acusación injusta, pues el discípulo no es más que el Maestro, y yo quiero ser de verdad discípulo tuyo.

Y sólo podré serlo si me identifico con la voluntad del Padre, como tú lo hiciste. Pero es muy difícil esta identificación de mi voluntad con la de Dios si no la amo. ¿Acaso no es el amor —en este caso, el Amor con mayúscula— un lazo de unión más fuerte que la muerte, tal como tú lo demostraste muriendo por amor al Padre, y por Él de amor hacia nosotros, los pecadores?

Yo quiero, Señor, amar tu voluntad para identificarme con ella; a veces lo encuentro muy difícil, porque los efectos del pecado original me llevan, a menudo con mucha fuerza, a rehuir todo lo que desagrada a la naturaleza. Me es gran consuelo, sin embargo, que a pesar de ser tú el Santo de los Santos y no haber conocido el pecado, quisieras experimentar la resistencia de la naturaleza humana al sufrimiento, y al dolor, y al desprecio y a la humillación; y te doy gracias porque nos enseñaste el medio de vencer con la oración la repugnancia de la naturaleza que se opone a la voluntad de Dios cuando nos cuesta lo que nos pide. Pues tú nos demostraste que la oración no es para que Dios haga nuestra voluntad, sino para hacernos ver qué quiere de nosotros, y para recibir la fuerza que necesitamos para cumplirlo. Nos ilumina sobrenaturalmente para que veamos con claridad esa verdad que con tanta precisión formuló San Juan de la Cruz en uno de sus avisos: «¿De qué le sirve a Dios que tú le des una cosa si lo que Él quiere de ti es otra?», y fortalece nuestra voluntad para que, lo mismo que tú fuiste voluntariamente a entregarte en manos de los pecadores porque tal era la voluntad de tu Padre, también yo pueda contrariar y vencer las tendencias de la naturaleza caída para dar gloria a Dios haciendo lo que Él desea en cada momento. Después de todo, Jesús, a mí no me pide ese tremendo sacrificio que te pidió a ti, sino pequeñeces tan tontas como vencer la pereza, comerme el genio, sonreír, cumplir el menudo deber de cada momento, u obligar a la imaginación o a la curiosidad a fijarse en lo que debe. Ayúdame con tu gracia, porque yo sé, Señor, que a pesar de ser cosas tan mínimas —sobre todo, comparadas con tu Pasión—, yo no soy capaz de hacerlas sin ti.