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10 enero 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

VOCACIÓN DE SAN JOSÉ (1 de 3)

Dice el Papa Juan Pablo II que san José fue llamado a ser el custodio del Redentor. Esa fue la vocación de san José: custodiar al Redentor.

Todos los hombres hemos sido llamados por Dios a la existencia; nadie ha nacido por casualidad, y nadie ha sido consultado sobre el momento o el lugar de su nacimiento.

Nuestra existencia supone una llamada de Dios a la misma. Una vocación, pues otra cosa no significa la palabra vocación. Llamada de Dios a la existencia para una misión concreta que toca a cada uno descubrir. De su descubrimiento depende el sentido de nuestra vida, el objeto de esa existencia.

San José descubrió cuál era su vocación cuando el ángel del Señor le manifestó el misterio, revelándole que lo concebido por su esposa era obra del Espíritu Santo y que lo que de Ella nacería sería santo, el Emmanuel, Dios-con-nosotros. Y a cumplir esa misión dedicó su vida: cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo.

A san José se le confió el gran misterio de Dios: la encarnación de su propio Hijo, convirtiéndose así en el hombre de confianza de Dios. La mano derecha de Dios, pues en sus manos puso a su propio Hijo y a su Madre; los dos seres más queridos por Él.

Dios confió a José el misterio cuyo cumplimiento habían esperado desde muchas generaciones la estirpe de David y toda la «casa de Israel» y, al mismo tiempo, le confía todo aquello de lo que depende la realización de este misterio en la historia del pueblo de Dios (...). José se convierte en el hombre de la elección divina; el hombre de una particular confianza.

Dios había confiado en el hombre. Lo había creado a su imagen y semejanza y le había dotado de una serie de dones que lo situaban en un plano superior, no solo al resto de los seres creados excluidos los ángeles, sino incluso al exigido por su propia naturaleza, constituyéndolo en su hijo adoptivo, otorgándole su amistad y haciéndolo heredero de su gloria, a la que habría de ser trasladado, terminado el curso de su vida terrena, pues Dios le había otorgado el privilegio de poder no morir, aunque nunca el de no poder morir, como muy acertadamente señaló san Agustín.

Todo ello se perdió cuando el hombre, haciendo un uso inadecuado de la libertad que Dios mismo le había otorgado, quebrantó el mandato divino pretendiendo ser como Dios.

Ciertamente, Dios había confiado en otros hombres del Antiguo Testamento, como Abraham, Moisés o los profetas, y volvería a confiar en hombres como Pedro o el resto de los apóstoles, pero a ninguno puso al cuidado de su propio Hijo y su santísima Madre, sino a san José.

La vocación, toda vocación, es un don y un misterio, según la conocida expresión de Juan Pablo II. Es don porque es llamada de Dios, en ningún caso buscado, sino donado, la iniciativa parte siempre de Dios, y es misterio que nosotros, cada uno de nosotros, deberá descubrir.

Cada situación humana es irrepetible, fruto de una vocación única que se debe vivir con intensidad y por eso la vocación es lo primero; Dios nos ama antes de que sepamos dirigimos a Él, y pone en nosotros el amor con el que podemos corresponderle. La paternal bondad de Dios nos sale al encuentro. Nuestro Señor no solo es justo, es mucho más: misericordioso. No espera que vayamos a Él; se anticipa, con muestras inequívocas de paternal cariño (San Josemaría, Es Cristo que pasa) .

Todos hemos sido llamados por Dios a la existencia, pero, además, a los cristianos nos ha llamado de modo especial a formar parte de su Iglesia, continuadora de la obra redentora de Cristo y depositaría de su mensaje de salvación. Al recibir el Bautismo, Dios nos acoge e introduce como miembros vivos del Cuerpo Místico de su Hijo, que es la Iglesia.

Ello nos lleva a considerar nuestra vocación cristiana que, si, como don, es un regalo gratuito del Señor, como misterio, nos toca a cada uno descubrir. Por ello debemos plantearnos qué es ser cristiano y antes preguntarnos qué es el cristianismo.

El Papa Benedicto XVI nos advierte que: No tenemos que pensar que se trata de un paquete de reglas, que cargamos sobre los hombros como una mochila pesada en el camino de la vida. Al final, la fe es sencilla y rica: ¿creemos que Dios existe, que Dios cuenta? ¿Pero de qué Dios hablamos? Un Dios con un rostro, un rostro humano, un Dios que reconcilia, que vence el odio y da esa fuerza de la paz que nadie más puede dar. Necesitamos dar a entender que, en realidad, el cristianismo es muy sencillo y, por consiguiente, muy rico.

El viejo catecismo respondía a la pregunta: ¿qué es ser cristiano? diciendo que el cristiano es el discípulo de Cristo. Todo buen discípulo se esfuerza por escuchar a su maestro, creerlo y emularlo para, en la medida de lo posible, copiarlo.

Jesús aparece en el Evangelio como una persona religiosa, cumplidora de sus obligaciones para con Dios: es circuncidado, presentado en el Templo por san José y la Virgen, rescatado por el precio estipulado en la ley; sube a Jerusalén para la Pascua, primero, con sus padres y, después, con sus discípulos, considera como su primer deber cumplir la voluntad del Padre, etc.

Esta es la primera obligación del cristiano: ser una persona religiosa: Todo hombre tiene un sentido religioso; es religioso por naturaleza. El sentido religioso arraigado en el corazón del ser humano abre a hombres y mujeres hacia Dios y los lleva a descubrir que la realización personal no consiste en la satisfacción egoísta de deseos efímeros. Nos guía más bien a salir al encuentro de las necesidades de los otros y a buscar cominos concretos para contribuir al bien común. Las religiones desempeñan un papel particular a este respecto, en cuento enseñan a la gente que el auténtico servicio exige sacrificio y autodisciplina, que se han de cultivar a su vez mediante la abnegación, la templanza y el uso moderado de los bienes naturales.

El cristianismo no es una ideología, aunque del mensaje cristiano hayan podido emanar muchas ideologías. El cristianismo es una religión y, como tal, supone una vinculación con Dios, pero no con un dios identificado con una divinidad cósmica o con el mismo universo, sino con un Dios personal, vivo, que no es algo, sino alguien, que a sí mismo se define como el que es: Yo so el que soy, que no depende de nadie, que está por encima de las cosas que Él mismo creó y, por tanto, que a Él deben el ser y el existir.

Un Dios que es incompatible con la primacía del hombre; con la autonomía que hace al hombre no arrodillarse ante nada ni ante nadie; que pretende convertir siempre el geocentrismo antiguo -todo gira alrededor de la Tierra- con el egocentrismo que hace girar todo alrededor del mismo hombre. Tentación, por otra parte, que nada tiene de novedosa, pues ya la primera caída del hombre en el pecado fue por querer equipararse al mismo Dios: seréis como dioses fue la afirmación del demonio y, ante ella, el hombre sucumbió.

Hoy, inserto en la cultura del aturdimiento, en la cultura del ruido, se siente tantas veces incapaz de enfrentarse con la trascendencia y anda distraído con el consumismo y el hedonismo, absorto en mil menudencias que le llevan a la degradación moral y a la destrucción de la propia dignidad humana.

El alejamiento de Dios abre la puerta a la pura animalidad y desata toda la capacidad para el mal. Cada vez que el hombre se sitúa voluntariamente al margen de Dios, se llega al desorden moral no solo en el hombre, sino en la misma sociedad.