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SU ESPOSA, MARÍA (7 de 7)
No sabemos si estaba en Jerusalén en el día grande del Domingo de Ramos. Si presenció la escena, disfrutaría como todas las madres viendo el triunfo de sus hijos.
Sí estaba en Jerusalén el día de Jueves Santo y parece, según el común sentir de los comentaristas, que asistió a la Cena Pascual en el grupo de mujeres y presenció la institución de la Eucaristía.
La mañana del Viernes Santo tuvo que suponer para la Virgen una prueba muy dura para su fe. Ella sabía que su Hijo era el Hijo de Dios, que a lo largo de aquellos años de vida pública había curado enfermos y resucitado muertos, que había hecho milagros portentosos demostrando su poder taumatúrgico, y ahora lo veía preso, injuriado, insultado, abofeteado, coronado de espinas, humillado ante un rey espurio como Heredes y ante un gobernador complaciente y cobarde como Pilato. No parecía aquella una situación demasiado propicia para esperar de Él la liberación y salvación del pueblo de Israel y, sin embargo, la Virgen nunca dudó, creyó y esperó aun contra toda esperanza. Sufrió, recordó tal vez la profecía que le hiciera, hacía ya treinta años, el anciano Simeón cuando le anunció que una espada atravesaría su corazón, pero nunca dudó de que su Hijo era el Redentor y Salvador de los hombres.
Seguramente las santas mujeres y Juan, y su hermano Santiago, y el mismo Pedro que, arrepentido de su negación, acudió a consolarse a los pies de la Virgen, tratarían de darle consuelo y compañía, pero, sin duda, el mayor consuelo le vendría de Dios. Recordaría, sin duda, las profecías de Isaías sobre el varón de dolores.
Una tradición muy antigua, admitida hoy por todos, asegura que la Virgen se encontró con Jesús cuando Este caminaba hacia el Calvario con la Cruz a cuestas. No parece posible que pudiesen dirigirse la palabra, pero con la mirada ambos se entenderían y se enviarían palabras de consuelo y de amor. Este encuentro con su Hijo no aminoraría el dolor, pero sí aquietaría de algún modo la zozobra.
San Juan, el evangelista, nos cuenta que, con él mismo y un grupo pequeño de mujeres, estaba la Virgen al pie de la Cruz. Estaban junto a la Cruz, nos dice, su Madre y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena.
La Virgen estaba allí, contemplando el sufrimiento de su Hijo, viéndolo todo, escuchando los insultos, las burlas, del populacho y el gozo, nada disimulado, de los fariseos y gerifaltes del pueblo; permitiendo que el dolor y la humillación, la desolación de su Hijo, la penetrase hasta lo más íntimo del corazón, cumpliéndose a la letra lo anunciado, hacía más de cuatrocientos años, por el profeta Jeremías. ¡Oh vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor, al dolor con que soy atormentada!
Es la Madre, oculta a la hora de los grandes milagros o de la entrada triunfante en Jerusalén, la que está junto al Hijo agonizante y ensangrentado, rodeado de tinieblas, sin consuelo posible, humillado por el sarcasmo de sus enemigos que están en plena euforia por su triunfo.
No hubo tragedia ni declamación. Sí hubo, y solo eso, aceptación de la voluntad de Dios.
Fue entonces y allí, en el momento más trascendental de la historia de la humanidad, cuando el Hijo de Dios agonizaba en la Cruz, restableciendo así la alianza entre Dios y el hombre que fuera rota por el pecado de Adán, cuando Jesús nos la dio por Madre.
María, padeciendo con su Hijo, que moría en la Cruz, colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente caridad, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium).
Y, desde aquel momento, la Virgen empezó a vivir su misión maternal con los discípulos de su Hijo. Estos se habían dispersado, habían huido, se habían escondido, uno le había negado, otro le había vendido. Humanamente hablando, nada quedaba en pie de cuanto a lo largo de aquellos años había planificado Jesús. Aparentemente, todo había sido un fracaso. Pero apareció en escena la Virgen y ella se encargó de recoger a aquellos hombres timoratos y acomplejados, de recordarles las promesas de Jesús, de anunciarles que habría de resucitar como les había dicho, y volvieron. Y nos dice san Lucas que todos reunidos esperaban la venida del Espíritu Santo perseverando en la oración, la fracción del pan y la palabra, con María la Madre de Jesús.
Se han pasado dos mil años desde aquel primer Viernes Santo de la historia y hoy, como entonces, se dirige Jesús a todos nosotros, los cristianos, para decirnos: ahí tienes a tu Madre.