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José́ María Albareda
José́ María Albareda era hombre que amaba a su patria y deseaba que se estableciera cuanto antes la paz y volviera el país a la normalidad, pero tenía una visión muy serena y objetiva de las cosas. En un tiempo de exaltación colectiva en ambos bandos, en el que todo el mundo tenía puesto su interés en la marcha de la contienda, él me estuvo hablando en aquel largo paseo de que la guerra sería algo pasajero y que de cara al futuro había cosas más importantes. Me hizo ver que era preciso ocuparse de la elevación científica y cultural del país y de que la paz se edificara sobre una base verdaderamente cristiana. Había que prepararse para servir a los demás haciendo cada uno su trabajo lo mejor posible, no por afán de brillo humano, sino como generosa aportación al progreso de la sociedad. Para eso importaba mucho formarse bien, procurar vivir de acuerdo con la fe, poner empeño en el estudio y evitar caer en la pérdida de tiempo y en el abandono que suelen acompañar a las situaciones bélicas.
Me animó a vivir las prácticas de piedad que pudiera y a mantener correspondencia con él cuando me encontrara en el frente de guerra, por si podía darme la dirección de algún amigo suyo que estuviera próximo. Insistió mucho en que aprovechara mi periodo militar para estudiar un idioma, aconsejándome en concreto el alemán. Mis protestas de que iba a ser imposible llevarme libros de gramática en el reducido macuto de soldado de que disponía, quedaron desbaratadas con su consejo de que me comprara un diccionario Liliput, pequeñísimo; él me mandaría unas cuartillas con ejercicios y las raíces de las palabras alemanas más usuales.
Esa extensa conversación con Albareda, aunque no contuvo ninguna referencia explícita al Opus Dei, reflejaba a las claras, en mucho mayor grado que cuando paseaba con él por Madrid antes del comienzo de la guerra, el espíritu que animaba a don Josemaría Escrivá. Luego supe que en sus charlas de dirección espiritual, el Fundador de la Obra le mostró que podía santificarse en su trabajo: "Ese es tu sitio: el laboratorio y la cátedra son los lugares de tu encuentro con Cristo", le había dicho un día. Al conocer el Opus Dei, había comprendido que su dedicación a la Ciencia del Suelo encontraba su justificación plena si estaba movida por el amor de Dios. Ya durante la guerra, había podido mantener relación en Madrid con Isidoro Zorzano y con otros de los primeros miembros del Opus Dei, y con el propio don Josemaría Escrivá. Incluso asistió a los ejercicios espirituales que éste dirigió para unos pocos de forma un tanto itinerante a finales del verano de 1937. Pidió la admisión en el Opus Dei por esos días, el 8 de septiembre.
FRANCISCO PONZ