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Los veranos romanos
Algunas noches de aquel verano romano, y también después, cuando la plaza de San Pedro está solitaria y silenciosa, baja el Padre con varios de los chicos. Se acercan al obelisco que Calígula trajo de Heliópolis y Sixto V hizo que hincaran en la gran explanada. Otras veces, pasean por entre la columnata de Bernini. Al fin, se detienen y, de pie sobre el oscuro empedrado, Josemaría recita un Credo, desgranando con firmeza las palabras, en castellano. Después de decir "creo en la Santa Iglesia católica", añade con un énfasis rotundamente afirmador: "creo en mi Madre, la Iglesia romana, romana, romana". Como sucesivas oleadas de intensa romanidad.
Pasado algún tiempo, apenas unos meses, intercalará otra frase, espontánea y vital, que denota el deseo íntimo de superar, a golpes de fe, no se sabe qué desconcertantes pesadumbres: "creo en la Iglesia, una, santa, católica, apostólica... ¡a pesar de los pesares!"
En cierta ocasión, con toda confianza le comenta a monseñor Tardini estas estribaciones, estos desahogos con que se le desborda el "credo". Escrivá tiene que traducirle al cardenal la expresión castiza española "a pesar de los pesares":
- Malgrado tutto...
- Ah, ¿y a qué se refiere con ese malgrado tutto?
- Me refiero... a sus errores personales y a los míos.
PILAR URBANO