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8 abril 2026

SAN JOSEMARÍA HOY: 1941. El bisturí de platino

El bisturí de platino

Desde un primer momento, don Josemaría tuvo la certeza de que las injurias contra su persona eran, en cierto modo, una prueba permitida por Dios, con el fin de purificarle. Y una de las cosas que le confirmaban en ello era ver la clase de herramienta de que el Señor se servía para marcar su alma en el dolor. Así lo explicaba el Padre; y así lo repetiría después don Álvaro al Obispo de Madrid: «¿Cómo no hemos de mirar y bendecir, como venida de Dios esta tribulación, cuando nos la manda por instrumento tan Suyo como es la santa y amada Compañía de Jesús?».
Empapado de esta sobrenatural consideración, también don Leopoldo veía la batida organizada por algunos religiosos como un lujo que Dios se permitía, y que tendría que pagarles luego con favores: «Dios habrá de premiar —escribía sin segundas intenciones— a los que arbitrantes se obsequium praestare Deo han movido esta guerra».
Saltaba a la vista que el Señor se comportaba magníficamente, con gran esplendidez, derrochando las caricias de la Cruz, demostrando —a poco tacto sobrenatural que se tuviera— que el Opus Dei le era algo muy propio y querido. De ahí que el Fundador sufriera las agresiones sin despegar los labios, como escribía al P. Basterra, en carta ya citada:
Nunca saldrá de Casa ni una palabra de protesta contra esos PP. que son instrumento de Dios, que quiere tratar su Obra a lo divino, como trató de ordinario todas las nuevas fundaciones.
Tanto el Fundador como don Leopoldo estaban convencidos de que esas personas, en aquellas circunstancias, prestaban un gran servicio al Opus Dei. (Sin que por ello dejaran de ser responsables de sus actos. Dios puede sacar de los males, bienes). Y no implica esta afirmación la más leve brizna de ironía. Ciertamente, concuerda con el punto de vista histórico, porque la persecución parece ser ley de crecimiento espiritual, salvo raras excepciones. (También la bendita Compañía —comentaba el Fundador al Sr. Obispo de Pamplona— hubo de sufrir que se la acusara, en sus comienzos, de tener secretos y oscuridades). Tampoco era una consideración despreciable desde el punto de vista humano, porque los miembros del Opus Dei tenían el santo orgullo de verse asistidos por Dios, como soldados bisoños que hacían sus primeras armas, sufriendo rudos embates a pesar de ser tan poquita cosa:
¡Qué gozo, en medio de la tribulación, ver que, siendo nosotros tan humildes, nos trata el Señor como a los grandes soldados de su Iglesia!, exclamaba agradecido don Josemaría.
El Opus Dei, por disposición de la Providencia, estaba siendo sometido a dolorosísima operación quirúrgica, de la que todos sus miembros saldrían renovados, en salud y fortaleza. Para tan cruenta operación el Señor se valía de algunos hombres de Dios, a los que don Josemaría amaba, cada día con mayor finura, y que eran para el Opus Dei —aseguraba—, como un bisturí de platino en las manos de Dios. Éste era el sentimiento que inculcaba en sus hijos, cuidando de cultivar en sus almas la devoción y amor a San Ignacio y a su bendita Compañía, para que jamás naciese en ellos el más mínimo brote de rencor:
estoy cierto de que cuando, a la vuelta de los años, llegue a vuestras manos este escrito —insistía en 1947—, no tendréis en vuestro corazón —lo mismo que ahora nosotros— más que caridad y disculpa; y amaréis el martillo que nos ha golpeado, para que saliera la estatua bellísima que es la Obra.
Semejantes manifestaciones de afecto a la Compañía aparecen, en boca y escritos del Fundador, en múltiples ocasiones, antes y después de tan larga tormenta. Y resulta aún más conmovedora su sinceridad cuando guarda ese cariño en lo secreto de su corazón, como puede comprobarse por una nota manuscrita, fechada el 8 de abril de 1941, en la que se confiesa a sí mismo:
Siento como nadie estos ataques, porque amo a la Compañía de Jesús. Y hoy mismo he celebrado la Santa Misa por la Compañía —como otras veces, desde que nos persiguen—, pidiendo al Señor que cese esta tribulación, si es su Voluntad.
Pero, si acaso se nos despierta la curiosidad de saber por qué sufría el Fundador de manera tan singular con aquella campaña difamatoria, es menester una advertencia previa: el "sufrir" no se refería a los padecimientos morales que tocaban a su honra, porque de ésta hacía tiempo que se había despedido. Lo que le dolía era el mal ajeno, el daño que estaban causando a la Compañía los métodos empleados por algunas personas procedentes de su mismo seno; y el escándalo público que ello acarreaba. No faltaron jesuitas que trataron de impedir los desmanes de sus hermanos en religión, sin conseguirlo.
Nadie como el Fundador sentía esos ataques, porque la calumnia, venga de donde venga, siempre envilece a quien la emplea. Deja, además, una traza viscosa en cuanto toca. Rastro difícil de limpiar, porque el pueblo, de primera intención, suele pensar que cuando el río suena, agua lleva. Y, una vez extendida la mancha, ¿cómo reparar el daño causado?.
Sin atender a las consecuencias, se divulgaron procedimientos de actuación y calumnias que, posiblemente, serían copiadas por otros. Y así sucedió. No pasó mucho tiempo sin que los enemigos de la Iglesia calcasen, una a una, las acusaciones puestas a circular por aquellos religiosos. Y, no fueron solamente los enemigos. Hubo también fieles y clérigos que, siguiendo el ejemplo recibido, se autoconcedieron patente de corso para actuar a su antojo y reavivar la difamación contra el Opus Dei.
Mientras descargaba la tormenta, el Fundador, con los suyos, seguía a pie juntillas las normas trazadas desde los primeros acosos:
Callar, callar, trabajar, perdonar, sonreír y rezar: y sufrir con alegría, porque el camino de Dios es sufrir, ponernos en las manos del Señor y no olvidarnos de que Él no pierde batallas.
Por fuerza admiraba don Leopoldo la mansedumbre evangélica y la «caridad y amorosa resignación con que los miembros del Opus Dei acogen la persecución y besan las manos que los hieren». Como suele suceder a menudo, de grandes daños Dios saca, a la larga o a la corta, grandes bienes. Las adversidades, en lugar de deshacer la Obra, contribuyeron a unir íntimamente al Padre con sus hijos. Fue el primer fruto, resultado de aquel ofrecer el Fundador sus espaldas para recibir los golpes y proteger así a los suyos. Recordándolo, escribió años después:
Me atrevía a decir con San Pablo a los hijos míos: por tanto, os ruego que no decaigáis de ánimo, en vista de tantas tribulaciones como sufro por vosotros, pues estas tribulaciones son para vuestra gloria; puesto que los golpes, al menos en aquella primera época, eran contra mí.
El Padre se representaba al vivo las dolorosas punzadas. Y recordaba haber visto de pequeño cómo las viejas de su tierra, armadas de agujas, pinchaban las brevas, para que madurasen más deprisa y se cargaran de néctar. De igual modo, la persecución había adelantado la mayoría de edad de sus hijos, los había madurado espiritualmente, haciéndolos más eficaces, más pacientes, y más fieles. Esta imagen de su niñez campesina en Fonz le venía con frecuencia a la hora de sobrenaturalizar los padecimientos de los hijos de Dios en esta vida:
En mi tierra —decía extrayendo el sentido divino del dolor—, pinchan la primera florada de higos, que se llenan así de dulzura y sazonan antes. Dios Nuestro Señor, para hacernos más eficaces, nos ha bendecido con la Cruz.
Durante largos años tuvo que desmontar mentiras y esclarecer de mil modos la verdad acerca del Opus Dei. Así se fueron "delineando", incisivamente, los rasgos de la Obra. Hasta el punto —escribía el Fundador— de que está ahora como esculpida. Asimismo, las contradicciones contribuyeron a poner aún más de manifiesto que la Obra no la hacen los hombres sino Dios.
VÁZQUEZ DE PRADA