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La primera Carta Fundacional
La fecha del 2 de octubre era el mojón que señalaba con exactitud el momento histórico en que la mente del Fundador quedó iluminada con una idea clara general de su misión. Lo sorprendente es que a ese hecho sobrenatural va adosado otro hecho grandemente significativo, pues las inspiraciones que aquel joven sacerdote venía recibiendo con cierta regularidad, se interrumpieron de pronto. A partir del 2 de octubre de 1928 dejaron de fluir, como si se hubiesen secado las entrañas del manantial. Se terminaron las primeras inspiraciones, escribirá luego en sus Apuntes. Y ese silencio divino se prolongó hasta el mes de noviembre de 1929, en que empieza otra vez la ayuda especial, muy concreta, del Señor.
Las notas sueltas que el ejercitante se llevó consigo, al objeto de meditarlas en el retiro, eran ideas, al parecer, sin sistematizar. En los días siguientes de los ejercicios las fue recopilando ordenadamente, conforme a la iluminación general recién recibida sobre toda la Obra. Esa visión unitaria del proyecto divino realzaba, con nuevas dimensiones, lo anteriormente inspirado de manera fragmentada. Y, dentro de aquel escenario de inconmensurables dimensiones históricas, «vio el Opus Dei, tal como el Señor lo quería y como debería ser a lo largo de los siglos».
En el cuaderno de apuntes que destruyó se incluían las anotaciones referentes a la fundación, hasta marzo de 1930. Pero lo que vio el 2 de octubre de 1928 fue algo que jamás se apagó en su mente ni dejó de arder en su corazón. Desde esa fecha, la luz recibida de Dios —sobre la llamada universal a la santidad y la búsqueda de la plenitud de vida cristiana en medio del mundo y a través del trabajo profesional— constituyó la sustancia de su predicación. Al mismo tiempo, fue redactando documentos, que más tarde entregaría a sus hijos en el Opus Dei. En el más antiguo de dichos escritos, una extensa carta fechada el 24 de marzo de 1930, el Fundador parece escuchar en sus primeras líneas el eco amoroso del grito: ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur, y da a conocer al mundo la misión divina que le ha encomendado el Señor:
El corazón del Señor es corazón de misericordia, que se compadece de los hombres y se acerca a ellos. Nuestra entrega, al servicio de las almas, es una manifestación de esa misericordia del Señor, no sólo hacia nosotros, sino hacia la humanidad toda. Porque nos ha llamado a santificarnos en la vida corriente, diaria.
Semejante designio divino, esa llamada universal a la santidad, a la perfección cristiana, es muestra clara del amor infinito del Señor, que tiene puestos los ojos y el corazón en la muchedumbre, en todas las gentes. Y el Fundador lanza al mundo su proclama, en nombre propio y en nombre de quienes le sigan el día de mañana. Son palabras audaces e imperiosas, como de quien ha recibido una misión personal de Dios cara a la historia:
Hemos de estar siempre de cara a la muchedumbre, porque no hay criatura humana que no amemos, que no tratemos de ayudar y de comprender. Nos interesan todos, porque todos tienen un alma que salvar, porque a todos podemos llevar, en nombre de Dios, una invitación para que busquen en el mundo la perfección cristiana, repitiéndoles: estote ergo vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est (Matth V, 48); sed perfectos, como lo es vuestro Padre celestial.
Dios no discrimina las almas —El mismo lo asegura—, ni establece excepciones, de modo que nadie puede excusarse diciendo que no ha sido invitado. Han caído barreras y prejuicios:
Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa —homo peccator sum (Luc. V, 8), decimos con Pedro—, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo.
Dios va derechamente al encuentro con los hombres, sin sacarles de su sitio: de la tierra en que moran, de la profesión que ejercen, de la situación familiar en que se hallan. Dios nos aguarda a todos en lo pequeño, en lo corriente, porque en la vida raramente suceden cosas muy extraordinarias. A Dios hay que descubrirle, pues, en las tareas corrientes y cotidianas:
lo extraordinario nuestro —sigue anunciando el Fundador— es lo ordinario: lo ordinario hecho con perfección. Sonreír siempre, pasando por alto —también con elegancia humana— las cosas que molestan, que fastidian: ser generosos sin tasa. En una palabra, hacer de nuestra vida corriente una continua oración.
En los pequeños sucesos diarios, hechos con amor y a la perfección, en los trabajos y dificultades, en las alegrías, en una tarea profesional bien ejecutada, en el servicio a la sociedad y al prójimo, se encierra siempre un tesoro. Porque el trabajo profesional y las relaciones sociales constituyen el ámbito y la materia que han de santificar los cristianos, haciéndose santos en el desempeño de las obligaciones familiares y civiles. En la llamada universal a la santidad va implícito, por tanto, el valor santificador del trabajo ofrecido a Dios, el valor cristiano de actividades seculares que nos despegan de este mundo sin dejar de estar asentados en él. De manera que el alma toma ocasión de todo ello para santificarse, para divinizarse.
En esa vida corriente, mientras vamos por la tierra adelante con nuestros compañeros de profesión o de oficio —como dice el refrán castellano cada oveja con su pareja, que así es nuestra vida—, Dios Nuestro Padre nos da la ocasión de ejercitarnos en todas las virtudes, de practicar la caridad, la fortaleza, la justicia, la sinceridad, la templanza, la pobreza, la humildad, la obediencia...
De modo que las ciencias y el arte, el mundo de la economía y de la política, la artesanía y la industria, las labores domésticas y cualquier otra profesión honrada dejan de ser indiferentes o profanas. Porque cualquier actividad, vivificada en unión con Cristo, hecha con espíritu recto, de sacrificio, de amor al prójimo y de perseverancia, con intención de dar gloria a Dios, queda ennoblecida y adquiere valor sobrenatural.
Por entonces escribía el Fundador en una catalina: Cristo nuestro Rey ha manifestado su deseo. Y luego, en breves palabras, hacía compendio de aquella doctrina, y de cómo alcanzar la santidad:
estando nosotros siempre en el mundo, en el trabajo ordinario, en los propios deberes de estado, y allí, a través de todo, ¡santos!
El núcleo esencial del mensaje divino, mensaje de amor y de santificación, reclamaba una misión apostólica con el fin de esparcir la buena nueva por todos los rincones de la tierra, y una obra o institución para propagarla entre los hombres. Esa misión la recibió don Josemaría el mismo 2 de octubre y en esa misma fecha y hora puso el Señor en sus manos el instrumento para realizar aquella empresa apostólica:
desde aquel día —nos dice— el borrico sarnoso se dio cuenta de la hermosa y pesada carga que el Señor, en su bondad inexplicable, había puesto sobre sus espaldas. Ese día el Señor fundó su Obra.
Carga hermosa porque aquel joven sacerdote, alter Christus, iba a ser heraldo del nuevo mensaje para la humanidad. Mensaje: viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo. Sin embargo, en el mejor de los casos, se veía como un humilde y despreciable borrico sobre el que, de golpe, impusieran una carga preciada y gravosa. Hermoso gravamen, compartido por el Señor, que se había metido hasta el hondón de su alma. En rigor, así sentía don Josemaría su vocación:
Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación.
La vocación nos lleva —sin darnos cuenta— a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: ésa es la llamada.
Sus dos peticiones, incansablemente repetidas por más de diez años, eran ya una realidad cristalizada. La súplica Domine, ut videam! se cumplía al revelarse el designio divino sobre su vida, para bien de toda la humanidad. Y desde el punto en que Dios le aceptó como instrumento para realizar la Obra —un ser con entraña divina—, había logrado respuesta su Domine, ut sit:
Quería Jesús, indudablemente, que clamara yo desde mis tinieblas, como el ciego del Evangelio. Y clamé durante años, sin saber lo que pedía. Y grité muchas veces la oración "ut sit!", que parece pedir un nuevo ser...
Y el Señor dio luz a los ojos del ciego —a pesar de él mismo (del ciego)— y anuncia la venida de un ser con entraña divina, que dará a Dios toda la gloria y afirmará su Reino para siempre.
El presentimiento que tuvo en Logroño de que le sobrevendría un algo que, según sus palabras, estaba por encima de mí y en mí, se había cumplido. Por encima de él estaba el plan divino y, dentro de él, la gracia fundacional necesaria para enfrentarse con las dificultades y llevarlo a término. Tenía, pues, capacidad y experiencia suficiente para realizarlo, como lo prueba el hecho de que el Señor pusiera enteramente en sus manos la fundación de la Obra. Estaba cargado de virtudes sobrenaturales y humanas; llevaba vida contemplativa en medio de sus ocupaciones y trabajos; poseía ímpetu apostólico, dotes de gobierno y celo por las almas. En una palabra, tenía ya, en germen, el espíritu que requería la fundación. Sin otro maestro que el Espíritu Santo, encarnaba ya la Obra como Fundador. De suerte que, de la semilla que el Señor había plantado en su mente y en su corazón brotaría todo el espíritu y toda la realidad de la Obra.
Dios confiaba a don Josemaría una misión de carácter sobrenatural, plenamente inscrita en la misión de la Iglesia; esto es, hacer realidad tangible el designio de la llamada universal a la santidad en todo tiempo:
Al suscitar en estos años su Obra, el Señor ha querido que nunca más se desconozca o se olvide la verdad de que todos deben santificarse, y de que a la mayoría de los cristianos les corresponde santificarse en el mundo, en el trabajo ordinario. Por eso, mientras haya hombres en la tierra, existirá la Obra. Siempre se producirá este fenómeno: que haya personas de todas las profesiones y oficios, que busquen la santidad en su estado, en esa profesión o en ese oficio suyo, siendo almas contemplativas en medio de la calle.
La Obra venía a ser, en el seno de la Santa Iglesia, un medio de promoción apostólica, con objeto de proclamar a los cuatro vientos la buena nueva y dar testimonio de la búsqueda de la santidad en medio del mundo:
Nos ha elegido el mismo Jesucristo —escribía el Fundador—, para que en medio del mundo —en el que nos puso y del que no ha querido segregarnos— busquemos cada uno la santificación en el propio estado y —enseñando, con el testimonio de la vida y de la palabra, que la llamada a la santidad es universal— promovamos entre personas de todas las condiciones sociales, y especialmente entre los intelectuales, la perfección cristiana en la misma entraña de la vida civil.
La Obra venía a responder al grito aquel ignem veni mittere in terram con un dispositivo de movilización apostólica, para anunciar por todas partes, con el ejemplo y la doctrina, el deseo ardiente del Señor. Pero, al llevar a cabo esa misión, los miembros de la Obra actuarían como fieles corrientes, iguales a los demás ciudadanos, con los que tienen en común costumbres, profesión y preocupaciones sociales. Cumplirían esa misión sin afán de distinguirse, con naturalidad, desde dentro de la sociedad, siendo levadura en medio de la masa, para conducir el mundo a Dios, para poner a sus pies el trabajo y los corazones de los hombres. Vosotros y yo sabemos y creemos —escribía el Fundador— que el mundo tiene como misión única dar gloria a Dios. Esta vida sólo tiene razón de ser en cuanto proyecta el reino eterno del Creador.
Por eso, desde el momento en que aparece la Obra, se oye un nuevo clamor en la vida y escritos de aquel sacerdote:
llegará pronto la Pentecostés de la Obra de Dios... y el mundo todo oirá en todas sus lenguas las aclamaciones delirantes de los soldados del Gran Rey: Regnare Christum volumus!
VÁZQUEZ DE PRADA