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La cuestión de la paternidad
— Domingo, 11 de marzo de 1934. [...] En la O. de D. no hay tratamientos. Al Padre Presidente de la O. se le llamará sencillamente así: Padre. Sin reverendo, ni ilustrísimo, ni nada.
Desde muy a los comienzos sintió el Fundador esa vocación de paternidad: Jesús no me quiere sabio de ciencia humana. Me quiere santo. Santo y con corazón de padre. Se leen estas consideraciones en una catalina de 1931. Y, en 1933, al solicitar permiso para arreciar en sus penitencias, exhortará a su confesor con estas palabras: — Mire que Dios me lo pide y, además, es menester que sea santo y padre, maestro y guía de santos.
No le era fácil llamar hijos a los miembros de la Obra. Con ese lema suyo de ocultarse y desaparecer le daba sonrojo, y se refugiaba en el sencillo recurso de la fraternidad, como él mismo confiesa:
— Hasta el año 1933 me daba una especie de vergüenza de llamarme "Padre" de toda esta gente mía. Por eso, yo les llamaba casi siempre hermanos, en vez de hijos.
Por otra parte, su juventud se lo estorbaba. Rayaba en los treinta y ¿pretendía ser cabeza de familia, de gente —sacerdotes o laicos— que tenían su misma edad o más años aún? Cuántas veces no rezó aquella jaculatoria suya: ¡dame, Señor, ochenta años de gravedad! Al cabo de un tiempo notó que su carácter adquiría, poco a poco, un toque de seriedad. Los chistes, las risas, la sana jovialidad eran, todavía, cosas de su agrado. Sin embargo, ese lícito placer, con regusto de frivolidad o de jolgorio, se le tornaba ocasionalmente en amargura, causándole un mal sabor de boca. Es Jesús —pensaba— que va poniendo los ochenta años de gravedad sobre mi pobre corazón, demasiado joven. Vigiló el sacerdote sus dichos y palabras en la conversación. Procuró controlar sus gustos y modales en público. Se esforzó en evitar cualquier falta de mesura. En fin, hasta en la manera de andar se hizo moderado. No estaba dispuesto, sin embargo, a renunciar a la vida de infancia espiritual en favor de la gravedad de los ancianos. De modo que trató de hallar una fórmula que aunase estos términos dispares. Jesús —pedía—: quiero ser un nene de dos años, con ochenta inviernos de gravedad y siete cerrojos en mi corazón.
Pero en 1934 comenzó a estar un poco de vuelta en cuanto a la gravedad: — La gravedad: Jesús tenía, al morir en la Cruz, treintaitrés años. La juventud no me puede servir de excusa. Además, ya voy dejando de ser joven. En cuanto a lo de los siete cerrojos, era algo que venía considerando de lejos, desde su estancia en el convento de San Juan de la Cruz, cuando ponía por escrito sus meditaciones:
La santa pureza: humildad de la carne. Señor: ¡siete cerrojos, para mi corazón! Siete cerrojos y ochenta años de gravedad. No es la primera vez que oyes esta solicitud mía [...]. Mi pobre corazón está ansioso de ternura.
VÁZQUEZ DE PRADA