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La gesta heroica de don Álvaro
No bien comenzaron las obras en la Villa Vecchia —el edificio principal de Villa Tevere— cuando don Álvaro se vio materialmente ahogado de deudas. El Padre le había puesto como encargado supremo de tan lastimoso negocio. Actuó así porque no debía incurrir personalmente, por elemental prudencia, en responsabilidades económicas que, sin duda, serían origen de desagradables sorpresas. Así, pues, al Procurador General incumbía la tarea enojosa de conseguir donativos, créditos bancarios, demoras oficiales de pagos... El hecho es que tenía que andar con pies de plomo, atento a los plazos y fechas de vencimiento de las letras, a los pagos a pequeños proveedores y al salario semanal de los obreros, que no bajaban del centenar. Don Álvaro, desde hacía años colaborador íntimo del Padre, por sus dotes de trabajo y gobierno era insustituible, como salió a relucir con motivo de su ataque de apendicitis en febrero de 1950:
Álvaro —escribe el Padre a los del Consejo General— está en cama con un ataque de apendicitis, aunque no fuerte, muy molesto: hoy le han hecho radiografías, y parece que los médicos se inclinan a aconsejar la operación. La cosa viene de lejos, como sabéis, pero en estos días se ha hecho aguda; y él, por no dejar el trabajo, se ha callado hasta que no ha podido más. Ya lo conocéis. Encomendadlo, porque, aunque sólo sea una operación corriente, para nosotros es un gran lío: no tengo quienes le puedan sustituir, en el montón de asuntos de la Obra, que él lleva.
Le operaron el 26 de febrero y la intervención fue más grave de lo que presumían los médicos.
Otras veces, las referencias que hace el Padre en sus cartas, si bien acuciantes, son sumamente escuetas: Álvaro se ha comprometido con letras, por valor de bastantes millones, y es necesario pagar. (Se sobrentiende que no tenían con qué).
«Recuerdo —refiere don Álvaro— que hizo varias romerías al Santuario del Divino Amore, para implorar la ayuda de la Virgen. Viajó a España varias veces, para remover a sus hijos, y estimularles con su ejemplo a buscar los fondos imprescindibles. En una semana, haciendo estas gestiones económicas, el Padre perdió seis o siete kilos. Pero las cosas salieron adelante».
El temido momento de los sábados, en que los obreros hacían cola para cobrar y los proveedores rondaban la chabola de obras, se empezaba a sufrir la víspera. Algunos viernes, el Padre confesaba al encargado de contabilidad: Hoy Álvaro no tiene tampoco dinero. Procura mañana que no se aglomeren demasiados proveedores y cunda el pánico.
Lo estupendo del caso es que, llegada la hora, don Álvaro tenía siempre algo de dinero para remediar lo más urgente; y lo que buenamente podía demorarse quedaba pendiente de pago. De este extraño hecho —de este milagro que se repetía, sábado tras sábado, durante muchos años— deja constancia el cronista del diario de obras de Villa Tevere cuando, con corazón blando y agradecido, anota el sábado, 17 de noviembre de 1951:
«El pobre Álvaro ha conseguido hoy otro crédito de cuatro millones y medio para pagar las cosas más apremiantes. (Se debían en este momento más de veinticuatro millones!) Con ello se taparán algunos agujeros. Los más urgentes. Todo es que me rompa la cabeza rehaciendo veinte veces la lista hasta cuadrarla a base de quitar a este cien, a aquel cincuenta...».
Las deudas estaban alcanzando a finales de 1951 cotas alarmantes, y robaban al Padre, si no la paz y la alegría, sí el sosiego y el tiempo que necesitaba para dedicarse a menesteres de gobierno. En aquel importante instrumento, que sería la Sede Central, había otro aspecto por considerar. La construcción de los edificios no se reducía a la ingrata tarea de buscar dinero. En la visita mañanera que hacía el Padre al estudio donde trabajaban los arquitectos se enteraba de los proyectos en ejecución, estudiaba los planos e incluso hacía sugerencias de todo tipo, corrigiendo lo llevado a cabo o dando soluciones arquitectónicas. Los edificios habrían de ser funcionales y adecuados a las necesidades específicas de sus moradores. Al Fundador correspondía, por tanto, señalar la pauta de la extensión, comunicaciones, vistas y acabados de las zonas de habitación. A fuerza de estudiar e interpretar planos, y de buscar soluciones, el Padre llegó a ser excelente experto, en la teoría y en la práctica.
Casi a diario recorría la zona de trabajo, visitando las obras y hablando de Dios con los obreros que se tropezaba al caminar por los andamios y subir escaleras de mano. Albañiles, pintores, fontaneros, veían su alegría y buen humor. Tenía palabras de aliento para cada uno de ellos. Les agradecía que terminasen bien su trabajo, con empeño y honradez. Les preguntaba, en fin, por su mujer e hijos y les recordaba los deberes de una familia cristiana. Los obreros tomaron cariño al Padre y a la Obra. Afecto que, en algunos casos, duró para siempre.
El empeño que ponía el Padre para que, a pesar de los apuros económicos, se trabajara con perfección, cuidando los detalles, obedecía a su deseo de que en aquellos edificios quedase plasmado materialmente un rasgo esencial del espíritu de santificación del trabajo. Además, la media vida que el Padre y don Álvaro se estaban dejando entre los muros de Villa Tevere era el coste espiritual de la construcción. Era el precio del milagro cotidiano de que no se interrumpieran las obras. Los padecimientos morales de uno y otro resultaban inevitables. En fin de cuentas, sobre los hombros de ambos, como sobre dos columnas, descansaba la empresa romana en su totalidad.
¡El Colegio Romano de la Santa Cruz! —exclamaba el Padre—. No me dejéis solo: vale la pena que seamos heroicos también en esto.
Años más adelante, paseando un día con dos hijos suyos por el jardín de Villa Tevere, les refería el Padre, en su conversación, lo mucho que habían tenido que sufrir él y don Álvaro con motivo de las obras. Y les decía: El Señor nos ha tratado como santos. No lo seremos..., pero sí es cierto que Él nos ha tratado así.
Estamos ya al corriente, puesto que es norma divina en toda vida de santidad, de cómo trata el Señor a los suyos y de cuáles son sus mimos y caricias, como llamaba don Josemaría a la manifestación de la Cruz en especiales ocasiones de su existencia. Muchas de esas caricias divinas las recibían juntos don Josemaría y don Álvaro, porque, desde el fondo de la eternidad, estaba destinado a ser el punto de apoyo más próximo y eficaz de don Josemaría para hacer el Opus Dei. Don Álvaro era para el Fundador el hijo predilecto, el hijo fiel, dócil, obediente y eficaz..., su mano derecha y la roca —saxum— en que podía apoyarse sin temor a que se derrengara.
Entre el Padre y don Álvaro existía, además, una particular sintonía. Eran dos personas compenetradas por el hacer y suceder de la historia. No hay que dar por hecho, sin embargo, que la convivencia, respirando el mismo aire y viviendo las mismas preocupaciones, ha de ser necesariamente garantía de concordancia. En esta vida, aun tratándose de santos, se producen roces. En cambio, don Álvaro y yo —afirmaba el Padre— hemos vivido en perfecto acuerdo. La diferencia evidente de carácter y posición que entre ellos se daba, requería, por parte de don Álvaro, determinadas virtudes y una gran flexibilidad para adaptarse a la andadura de don Josemaría, cosa que hacía de mil amores. Sin perder su personalidad, tuvo que aprender a identificarse con la voluntad del Fundador, amoldándose a su pensamiento en unas ocasiones y, otras veces, adelantándose a intuir los deseos del Padre. Más que nada, estaban íntimamente vinculados en oración y en espíritu.
Basado en la transparente sencillez de trato que entre ellos existía, y en la total compenetración con aquel hijo suyo, el Padre, a vuela pluma, deja caer en una de sus cartas estas breves palabras: palpo aquí, bien de cerca, las heroicidades de Álvaro. Es una de esas frases recortadas con las que los santos estampillan la categoría de un alma. Porque el Fundador no emite en este asunto una opinión. Más bien certifica un hecho tangible.
Y ¿cuáles eran las portentosas acciones de don Álvaro? ¿Qué circunstancias daban temple heroico a su gesta cotidiana, a su vida corriente?
El mucho trabajar y el poco dormir; la cadencia infalible de los sábados, que no le concedía tregua ni respiro; los sustos y las responsabilidades; el estar haciendo continuamente de tripas corazón; todo ello terminó cuarteando la vigorosa naturaleza de don Álvaro. De manera que, cada vez con mayor frecuencia, se le declaraban fuertes cólicos hepáticos por las noches, obligándole a guardar cama. Este blando refugio, que nadie niega a un enfermo que se ha pasado la noche en un puro padecer, no lo tenía del todo garantizado don Álvaro. Aquello le dolía al Padre en el alma, pero no había otro remedio. Un pago urgente, el vencimiento de un plazo o la necesidad de hacer precipitadamente la maleta y salir en busca de dinero eran causas suficientemente graves como para negar el reposo al enfermo. Alvarito —le decía el Padre— no tienes más remedio que levantarte. Y don Álvaro, sacudiéndose la fatiga y los dolores con una alegría heroica, se levantaba con cara de Pascuas.
VÁZQUEZ DE PRADA