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Álvaro del Portillo y Javier Echevarría son testigos de su reacción sobrenaturalizada, en circunstancias de fuerte dramatismo, de riesgo grave. Así, un día de enero, viajando hacia Venecia. La carretera está, a tramos, cubierta de hielo. El conductor no se ha percatado del peligro. Al llegar a la altura de Verona, el coche empieza a deslizarse hacia atrás, metros y metros. No hay modo de frenarlo. Es un vehículo viejo y tiene los neumáticos muy gastados, sin relieve de agarre al pavimento. Después de descolgarse un largo trecho, da un giro brusco y patina embalado hacia el borde de la carretera. Choca con un pretil de piedra, y ese mismo impacto lo frena cuando ya está a punto de despeñarse por un precipicio. El coche queda en un inverosímil equilibrio: medio coche, sobre el asfalto; y el otro medio, suspendido en el aire.
Del Portillo, que va sentado atrás junto a Escrivá, observa su reacción: "Muy sereno, muy tranquilo. No hay en su rostro expresión alguna de temor o de zozobra. Desde el primer momento, empezó a decir jaculatorias, actos de contrición y arrepentimiento, actos de amor... Le vi tan metido en Dios, y con tan apacible confianza, que yo hice lo mismo: rezar intensamente".
PILAR URBANO