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Bajo la sensación de una actividad reprimida, el Padre calificaba de aparente inactividad la situación en Città Leonina. No había tal ocio, ni siquiera aparente. El Padre, acompañado siempre de don Álvaro, hacía o recibía visitas, empleando el tiempo libre en redactar documentos, despachar asuntos de gobierno y retocar la redacción de algunos puntos del Catecismo de la Obra: una explicación, en frases breves, del espíritu y del derecho de la Obra. Y todo ese trabajo, sazonado de dolores y molestias.
El 6 de enero amaneció Roma cubierta de nieve. Para calentar el piso tenían un brasero. En el diario de la casa, con fecha 7 de enero, se dice: «Don Álvaro ha estado hoy algo molesto del hígado y con dolor de cabeza». Y líneas abajo: «Poco después de las cinco salimos para comprar unas medicinas para el Padre, y enterarnos del precio de las estufas eléctricas, pues el brasero no da calor suficiente». Al otro día, 8 de enero, acompañado de dos de sus hijos, se echó el Padre a la calle dispuesto a «comprar un horno para la cocina, la estufa y la máquina de coser para la Administración», escribe el cronista. A partir de esa fecha, en los restantes días del mes, don Álvaro pasó muchas noches sin dormir, con un persistente dolor de muelas, que le obligó a ir siete veces al dentista. Con todo, se las arreglaba para hacer vida normal y no quejarse; y, como decía el Padre, cuando se queja es porque lo pasa muy mal.
Tampoco se quejaba don Josemaría, aunque su estado físico, sin llegar al agotamiento, era de perpetuo cansancio. Esto se debía, mayormente, a que se entregaba en cuerpo y alma al trabajo, con pasión y sin reservas. Cuando venía de la calle y no podía coger el ascensor porque habían cortado la corriente, en aquella época de restricciones, subía los cinco pisos jadeando, y llegaba a casa deshecho. Aquí y allá aparecen anotaciones en el diario sobre las dolencias y achaques del Padre, que le obligaban a veces a acostarse temprano y sin cenar, o a pasarse todo un día en su cuarto, encerrado y trabajando.
Fue el Cardenal Lavitrano, Prefecto de la Congregación de Religiosos, que padecía también de diabetes, quien aconsejó al Fundador que visitase al profesor Carlo Faelli. Al hacer su historia clínica, el Dr. Faelli le preguntó si había tenido disgustos; y don Álvaro, que le acompañaba, oyó con estupor «que contestaba muy decidido que no, que no había tenido disgustos». El médico, sin insistir, anotó: «es hombre que ha sufrido mucho, aunque afirme que no ha tenido disgustos».
Las contrariedades, evidentemente, mucho tenían que ver con la salud del Padre, como también las fuertes mortificaciones y el esfuerzo por dominar su temperamento. Como contrapartida y compensación estaban las alegrías, de las que no pequeña parte procedían de sus hijas. De las cinco personas de la Obra que trabajaban en aquel piso no podía decir el Fundador, ni de lejos, que llevaban una aparente inactividad. Muy al contrario; le tenían ganado el corazón. De su pluma de Padre no salen más que alabanzas, y las pone sobre las nubes:
Queridísimas —escribe a las de la Asesoría Central—: Ya están aquí, en plena labor, vuestras hermanas. Ha sido una bendición de Dios muy grande, su venida.
Y dos semanas más tarde les hace ver que se ocupa de sus problemas, incluida la batería de cocina:
Vuestras hermanas de aquí están encantadas, aunque, por no tener aún casa propia, tienen que ir a la noche a casa de los Pantoli, que son buenísimos.
Hoy les han traído una balanza, que puede pesar hasta diez kilos; y vamos completando, poco a poco, la batería de cocina. Lo que le daría mucha envidia a Nisa es el horno eléctrico; pero que tenga paciencia, y vendrá a hacer sus tartas, que yo no podré probar para no dar gusto a la diabetes. Pienso que alguna excepción se podría hacer, porque el Prof. Faelli asegura que constitucionalmente no soy diabético... y que el azúcar vino por los disgustos: no recuerdo haber tenido nunca ni un disgusto, y, en todo caso, comer un buen trozo de una buena tarta no es para disgustarse.
VÁZQUEZ DE PRADA