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Al no cobrar estipendios, don Josemaría tenía libres las intenciones de su misa, para aplicarlas por las necesidades de la Obra y de los suyos. Excepcionalmente, el 17 de enero la dijo por su persona e intenciones:
Celebro por mí, sacerdote pecador, el Santo Sacrificio. Lo noto: ¡cuántos actos de Amor y de Fe! Y, en la acción de gracias, breve y distraída sin embargo, he visto cómo de mi Fe y de mi Amor: de mi penitencia, de mi oración y de mi actividad, depende en buena parte la perseverancia de los míos y, ahora, aun su vida terrena. ¡Bendita Cruz de la Obra, que llevamos mi Señor Jesús —¡Él!— y yo!
Para sus penitencias le era preciso al sacerdote un mínimo de independencia y libertad de movimientos. Tengo ganas de tener una habitación para mí sólo —reflexiona en sus Apuntes—: no es posible hacer, si no, la vida que Dios me pide. Esa vida consistía en dormir en el suelo, y solamente cinco horas diarias (menos la noche del jueves al viernes, que pasaría en blanco); en prescindir de algunas comidas; y en el uso de las disciplinas (ejercicio totalmente incompatible con el sosiego de una casa de huéspedes, pues ya sabemos cómo solía manejarlas don Josemaría). Por cierto —seguía anotando—, resulta divertidísimo algo que he vivido en Pamplona y en Burgos, y que podía titularse: "a la caza de unas disciplinas". Ignoramos los particulares del caso. Quizás aluda el penitente a la dificultad en hacerse con unas disciplinas adecuadas a su gusto y pretensiones.
Entre unas cosas y otras don Josemaría iba sembrando de abrojos el camino de su vida. La víspera —el 16 de enero, por no ir más lejos—, hizo el propósito firme —se lee en los Apuntes— de no visitar por curiosidad, ¡nunca!, ningún edificio religioso. ¡Pobre catedral de Burgos! (Ciertos adverbios —nunca, jamás...—, respaldados por la firme voluntad del Fundador, son terribles; recuérdese aquel: no mirar ¡nunca!, de 1932).
En Burgos necesitaban un piso donde recibir visitas y acoger a los transeúntes, y mejor si pudieran instalar en él un oratorio. Pero, por más que indagaron, no se encontraba en la capital una vivienda libre. En consecuencia, aquel impresionante San Miguel de Burgos, nombre de la sede en que fechaba la Carta Circular, jamás pasó de ser el reducido cuarto de una pensión o de un hotel.
Don Josemaría tenía bien trazados mentalmente los planes a corto, medio y largo plazo, aunque para él todo terminaba siendo trabajo inmediato. Lo primero era intentar traerse a Burgos a Juan Jiménez Vargas, a Pedro y a Paco, que junto con Albareda constituirían, por así decirlo, la plantilla de la oficina central que, con sede fija, se ocuparía de coordinar la labor apostólica, atender a los visitantes que aparecían por Burgos y seguir la correspondencia. También consideraba urgente charlar, cuanto antes, con todos y cada uno de los miembros de la Obra. Basta recorrer las Catalinas para ver cuáles eran sus padecimientos.
¡Dios mío, Dios mío! Todos igualmente queridos, por Ti, en Ti y contigo: todos dispersos. Me has dado donde más me podía doler: en los hijos.
Era éste un dolor que abrazaba muchas cosas: la imposibilidad de compartir de cerca dificultades y sufrimientos ajenos; el carecer de un hogar de familia; el aislamiento y la soledad (¡Cómo me pesa la soledad! ¡Mis hijos, Señor!); y el pensamiento inquietante de que, en esas condiciones, resultaba más problemático a sus hijos el perseverar fielmente en el camino.
Ahora que residía en Burgos, con un abismo infranqueable entre zona y zona, su cariño se encargaba de agigantarle las desdichas. Cuando Isidoro escribía: «la abuela y los tíos continúan perfectamente; están pasando muy bien el invierno», el Padre pensaba entre líneas: cómo lo pasarán, si hace ocho meses se carecía de todo. En cualquier caso, aunque se representara imaginativamente escaseces y adversidades, mal podía enterarse de la cruda verdad que, naturalmente, le ocultaban en las cartas. El invierno de 1938 en Madrid fue rigurosísimo: con un frío terrible y falto de comestible y combustible; «tengo tal cosecha de sabañones —escribe Isidoro a otra persona en zona roja— que apenas puedo coger el lápiz».
VÁZQUEZ DE PRADA