-
La tarde del 11 de enero de 1948, el Padre y don Álvaro habían salido de Roma en auto, con Ignacio Sallent al volante, camino de Milán. Cuando dejaron Roma esa mañana de invierno, el tiempo era desapacible y los paisajes, con la lluvia, se desleían en grises. Llegaron a Milán el día 13. Visitaron por vez primera al Cardenal Schuster. En el viaje de vuelta a Roma, el Padre, hasta entonces recogido e inmerso en Dios, exclamó en voz alta: ¡Caben! Afirmación que era como una respuesta a algo que venía dando vueltas en su cabeza. Cosa importante, sin duda, como para pronunciar un ¡eureka! definitivo, que anunciaba un hallazgo. Pero, ¿quiénes cabían, y en dónde?
Don Josemaría venía trabajando una idea importante: el modo de incorporar al Opus Dei a hombres y mujeres que habían oído la llamada a la santidad dentro del matrimonio. En Madrid tenía un grupo de personas que acudían de muchos años atrás a su dirección espiritual. El Fundador les había descubierto un alto panorama de aspiraciones a la santidad, sin que para lograrlo tuvieran que abandonar su estado social, ni su familia, ni su profesión. A algunos de los jóvenes estudiantes, residentes en Ferraz o en Jenner, la seguridad con que don Josemaría les hablaba de vocación matrimonial suscitaba una sonrisa de inesperada sorpresa ante algo entonces tan inaudito, porque se solía identificar la llamada a la santidad con la peculiar al sacerdocio y, más concretamente, a la vocación de los religiosos. Esta escena, tantas veces repetida en las charlas del sacerdote con gente joven, pasó a Camino:
¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? —Pues la tienes: así, vocación.
Hombres y mujeres, casados y viudos, estaban aguardando la invitación a vincularse jurídicamente al Opus Dei. Tenían, ciertamente, un plan de vida, unas normas ascéticas y de piedad, consejo y orientación por parte del sacerdote, pero esperaban que esa adhesión al espíritu de la Obra se hiciera compromiso espiritual profundo y de algún modo formalizado. Y el Fundador no podía defraudar a esas almas, que deseaban formar parte plenamente de la Obra.
Era llegada la hora y el Fundador se sentía interiormente urgido a dar cabida en el Opus Dei a quienes, habiendo escuchado esa llamada específica de Dios, tenían puestas en él la mirada y las esperanzas. Esta presión que experimentaba en su alma se hizo patente, de manera señalada, a finales de 1947 y primeras semanas de 1948. En España había dejado a algunas personas, de las que era director espiritual, bajo la tutela de Amadeo de Fuenmayor, para que éste continuara dándoles clases de formación; en particular a los tres jóvenes profesionales —Tomás Alvira, Víctor García Hoz y Mariano Navarro Rubio—, admitidos de hecho en el Opus Dei y en espera de poder incorporarse de derecho. Amadeo había preparado para ellos un plan de formación. Plan que envió al Padre para someterlo a su criterio. Al Padre, dichas notas le parecieron un tanto débiles y deficientes en sus exigencias, y muy por debajo del objetivo de santidad radical que debían proponerse. Poco antes de la Navidad de 1947 le enviaba estas expresivas líneas:
Para Amadeo: leí las notas de los Supernumerarios. [...] en la próxima semana te devolveré las cuartillas, con alguna indicación concreta: de todas formas, adelanto que no podremos perder de vista que no se trata de la inscripción de unos señores en determinada asociación [...]. ¡Es mucha gracia de Dios ser Supernumerario!
En definitiva, la llamada al Opus Dei de las personas casadas es idéntica a la de los célibes; y la misma que la de los numerarios o numerarias, pues en la Obra no existen diversos grados de entrega a Dios:
En la Obra, es claro, no hay más que una sola vocación para todos y, por lo tanto, una sola clase —advierte el Fundador—. Las diversas denominaciones que se aplican a los miembros de nuestra Familia sobrenatural sirven para explicar, con una sola palabra, hasta qué punto se pueden empeñar en el servicio de las almas como hijos de Dios en el Opus Dei, dedicándose a determinados encargos apostólicos o de formación, atendidas las circunstancias personales, aunque la vocación de todos sea una sola y la misma.
VÁZQUEZ DE PRADA