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Algunas enfermedades
El 30 de agosto de 1950 escribía a Madrid:
Queridísimos: que Jesús me guarde a esos hijos. Ayer tuve que ir al dentista, y se ha dado con la causa precisa de aquella sangre que venía molestando desde hace años. Ha comenzado la cura, pero dice que necesita un mes. En España, también se dio cuenta el dentista la última vez que me vio, y no se atrevió a hacer nada. Mejor dicho, enredó más la cosa, y ni pretendió ponerme en cura. Parece que es esto —chiudere un occhio— lo que hacen casi todos, porque es cosa difícil meterse a fondo. Creemos que vale la pena volver bien curado.
A esta aclaración, para justificar que no puede dejar Roma hasta dentro de un mes, nada añade.
La siguiente mención de enfermedad también tiene que ver con una visita al dentista. Cuando el 26 de octubre de 1952 hizo la consagración del Opus Dei al Corazón de Jesús, estaba pasando unos días de fuertes angustias económicas, que provocaron un grave ataque de hígado a don Álvaro. En cuanto a don Josemaría, hacer la consagración y venirle un doloroso padecimiento de boca, fue todo uno. Lo refiere en carta a un Consiliario de Sudamérica, el 31 de octubre de 1952: Te escribo desde la cama, donde me metió el dentista, después de una pequeña operación.
A esta escueta noticia sigue, en noviembre, un comentario a otras personas: Estoy algo fastidiado físicamente esta temporada, pero muy contento.
Esto es todo. A eso se reducen las confidencias que nos hace de sus enfermedades. Pero, no. Existe otro dato informativo, que no puede calificarse propiamente como noticia. En realidad es una ausencia de información, un elocuente silencio, un vacío, como esos agujeros negros del espacio, que se delatan por ser invisibles tragaderos de energía. Del año 1954 se conserva un centenar de cartas del Fundador. Pues bien, existe un inexplicable vacío entre el 24 de abril y el mes de junio de 1954. Este dato estadístico, a primera vista neutro e irrelevante, está lleno de sentido, como comprobaremos.
Cuanto conocemos acerca de las enfermedades del Fundador en el período del 1948 al 1954 se debe a los recuerdos de algunas de las personas que con él convivían, y a los testimonios de los médicos que le trataron. Porque de todo lo antedicho no se desprende otra cosa que la rigurosa reserva que mantenía respecto a sus enfermedades, lo cual debe entenderse como mutismo para con el dolor. La norma que se impone el Fundador es, sin duda, un discreto silencio: el respeto misterioso al dolor; la unión al sacrificio escondido con Cristo en la Cruz.
Desde que siendo joven sacerdote hiciera visitas a los enfermos y moribundos, en sus domicilios o en los hospitales, don Josemaría se habituó a convivir con el dolor, a participar por medio del dolor en el misterio de la corredención de Cristo, expiando, mediante el sufrimiento, las culpas propias y las ajenas.
La más grave de sus enfermedades arranca, clínicamente, de los análisis que le hicieron en el otoño de 1944; por el ántrax que le apareció en el cuello descubrieron que padecía de diabetes. Esta enfermedad le obligó a seguir un tratamiento especial, con inyecciones diarias y régimen en las comidas. Todavía en 1947 se permitía alguna broma con ocasión del régimen.
¿Qué sucedió entonces? ¿Por qué no vuelve a chancearse de la diabetes, y ni siquiera la menciona? La respuesta es que el Padre decidió ofrecer a Dios en silencio, en acción de gracias y desagravio, los crecientes malestares de la enfermedad y los disgustos continuos que algunas gentes ajenas a la Obra le acarreaban. Algunas temporadas hacíansele auténtico suplicio. En Camino había dejado escrita la receta para sobrellevarlo:
Si sabes que esos dolores —físicos o morales— son purificación y merecimiento, bendícelos.
Si le tocaba sufrir, don Josemaría repetía los piropos al dolor que antaño recitara en un hospital madrileño, ayudando a bien morir a una pecadora arrepentida.
En el diario de Città Leonina, en 1946 y 1947 quedan registradas algunas visitas al doctor Carlo Faelli con motivo de trastornos provocados por la diabetes. Éste es el médico que, al hacer su historia clínica, le preguntó si había tenido disgustos en su vida. Era especialista en diabetes y, según manifestó más adelante, don Josemaría era el enfermo más grave de todos los que había tratado en su larga experiencia. Así testimonia el doctor Faelli:
«Cuando vino a mi consulta en 1946, hacía años que sufría de diabetes mellitus bastante grave. Más adelante, durante el tratamiento, le vinieron serias complicaciones de la enfermedad: trastornos visuales y circulatorios, ulceraciones, cefaleas, fuertes hemorragias, la pérdida de todos los dientes. En cuanto al trastorno de la vista, se trató de un ataque de diplopia que tuvo lugar entre 1950 y 1951, que le obstaculizó la visión hasta el punto de impedirle el leer, por una temporada. En el tratamiento practiqué una oportuna terapia moderna».
En medio de un hambre incontrolable, una gran sed y la propensión a que se le infectasen las más pequeñas heridas que se hacía al recorrer los andamios de Villa Tevere, la enfermedad seguía un curso totalmente imprevisible. Le reapareció la diplopia, y por algún tiempo se vio obligado a emplear un misal de grandes caracteres. De uno de estos inesperados trastornos se dio cuenta un día a la hora de levantarse. Todos los dientes los tenía alterados. Habían sufrido un giro dentro de los alvéolos y le era imposible masticar nada. Ante el riesgo de una hemorragia fatal, el médico temió extraerlos. Sin embargo, el doctor Kurt Hruska, el dentista, le aseguró que quedaría bien. Y como los dientes estaban sueltos y bailaban en los alvéolos, empleó el método chino, como decía bromeando don Josemaría. Esto es, se los quitó uno a uno con los dedos, sin arrancarlos violentamente. (Don Álvaro se los pidió al dentista, en un aparte, y conservó los huesecillos como reliquia).
El tratamiento duró largos meses, con visitas frecuentes, y, luego, con un par de revisiones anuales. De la relación meramente profesional, el paciente y su dentista pasaron pronto a tocar temas más personales, sobre Dios y la religión. «Yo soy protestante —testimonia el doctor Hruska—, pero me hablaba con tanta claridad y convicción que me sentía inclinado a aceptar todo cuanto afirmaba [...]. Al mismo tiempo, sin embargo, era muy respetuoso con las creencias ajenas».
Don Josemaría entraba en la consulta repartiendo alegría, como una brisa que trajese consigo la felicidad, la tranquilidad. A pesar de ello, había en la conducta del cliente algo que impacientaba al dentista y llegaba a sublevar su ánimo.
— ¡Si le hago daño, dígalo!, le advertía el doctor Hruska antes de ponerse a trabajar. Al poco rato interrumpía el dentista su trabajo, seguro de que le estaba haciendo mucho daño:
— ¡Dígame cuándo le hago daño!, insistía.
— Trabaje, trabaje..., replicaba el paciente.
— Pero, ¿cómo puede resistir?.
«Era muy duro para con él mismo; y si uno es muy duro con los dolores de muelas, lo es para todo lo demás», refiere Kurt Hruska. Don Josemaría nunca se quejaba. Nunca pidió analgésicos. Iba a la consulta a primera hora, para poder trabajar después sin interrupción, con todo el día por delante, aun sabiendo que las molestias después de las intervenciones serían grandes.
El testimonio del doctor Carlo Faelli, buen católico, con quien también tuvo el Fundador muy estrecha amistad, es coincidente. Don Josemaría mostraba un carácter jovial, abierto y muy comunicativo. «Cuando tenía que hablar de los graves trastornos causados por su enfermedad, jamás dramatizaba. Mantenía una actitud serena y confiada, aun cuando se hallase muy enfermo». El trato con el doctor Faelli era semejante al mantenido con el dentista. Empezaban conversando sobre temas indiferentes y acababan, indefectiblemente, hablando de Dios. Con frecuencia intercambiaban ideas sobre el papel del dolor en la vida del hombre, poniéndose de acuerdo en que «el sufrimiento es esencial al cristiano para imitar a Cristo y que el dolor es el cuentakilómetros de nuestra vida».
En la vida contemplativa del Fundador, de intimidad con nuestro Padre Dios, de cuyas manos nos llegan todos los bienes, el dolor se convertía, en virtud del amor, en acto ferviente de adoración y de suavísimo homenaje:
Cuando estés enfermo, ofrece con amor tus sufrimientos, y se convertirán en incienso que se eleva en honor de Dios y que te santifica.
Pasaban los años y la enfermedad seguía su curso impensado. El paciente se sometía escrupulosamente a las indicaciones de los médicos, totalmente despegado de su enfermedad, sin obsesiones de enfermo. En el período más intenso de la diabetes, casi ciego y con el cuerpo hecho una plaga, fue en peregrinación a Lourdes, donde pidió muchísimas cosas a la Virgen. Pero, por lo que se refería a su enfermedad, le pidió tan sólo no padecer un mal que físicamente le impidiera poder continuar trabajando con las almas. Las molestias y trastornos producidos por la diabetes le servían para unirse más a Dios, ofreciéndole esas pequeñas o grandes molestias y, al propio tiempo, no desaprovechaba la ocasión de quitar importancia a sus males. Al cabo de diez años eran tantas las inyecciones que se le habían puesto que, al repetir los pinchazos en las zonas indicadas, las agujas entraban a duras penas, y otras veces se doblaban, pues la piel era ya un callo fibroso. Este burrito tiene la piel dura, comentaba el Padre con una chispita de humor; o bien: las agujas de hoy día no son tan buenas como las de entonces.
Una difusa sensación de aplanamiento general flotaba en su conciencia. Era como una segunda piel que le impedía el libre movimiento y le robaba energías. Su defensa natural contra esta especie de indisposición eran la alegría y el aguante, que le ayudaban a sobreponerse a las enfermedades y elevar las molestias a ofrenda espiritual. Cuando esto hacía, lo hacía con elegancia y gracejo. Allá por 1951, de su rígida dieta alimenticia se excluían muchos alimentos. Sus hijas condimentaban los platos lo mejor que podían, dándoles variedad de gusto y presentación. Y, en algunas ocasiones, para despertar el buen humor de los comensales, al aparecer la fuente a la mesa, el Padre daba la bienvenida al pescado con una jubilosa exclamación: ¡Te conozco, bacalao; aunque vengas disfrazao!
Aludiendo a la diabetes mellitus, y a la gran cantidad de azúcares que eliminaba de su organismo, se permitía bromas con un tanto de dignidad escolástica. La Iglesia contaba con un Doctor Ángelicus, un Doctor Seraphicus, y otro Subtilis. Y si a san Bernardo le habían adjudicado el título de Doctor Mellifluus, ¿no podían llamarle a él Pater Dulcissimus?
Cualquier otro enfermo en sus críticas condiciones hubiera tenido, probablemente, el presentimiento de una muerte cercana, desentendiéndose de su trabajo. No así don Josemaría, que había tomado precauciones por si llegaba inesperadamente su última hora. Junto a la cabecera de la cama hizo colocar un timbre, para pedir los sacramentos. Se acostaba con la mente puesta en Dios: Señor —decía—, no sé si me levantaré mañana; te doy gracias por la vida que me des y estoy contento de morir en tus brazos. Espero en tu misericordia. Seguía así sin dar importancia exagerada a su enfermedad. Dios me curará, respondía a quienes se preocupaban por su estado. Y Dios le curó, de forma prodigiosa.
VÁZQUEZ DE PRADA