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Fueron, ciertamente, muchas y variadas las dificultades que hubo de vencer don Josemaría en los comienzos de su apostolado. En los jóvenes estudiantes encontraba un entusiasmo inicial, que a menudo no llegaba a calar hondo y que rehuía todo compromiso con una disciplina hecha de renuncias y de entrega. Por lo que se refiere a las mujeres, la asidua atención con que les daba a conocer la Obra y su espíritu no pasaba, por falta de tiempo, de la dirección espiritual en el confesonario. Distinto fue el caso de los sacerdotes. Se trataba, en buena parte, de gente mayor, que tenía, por su edad, hábitos muy arraigados en el comportamiento. Durante más de tres años don Josemaría se había empleado a fondo para infundir a un grupo de ellos el espíritu joven y sobrenatural del Opus Dei. Al parecer, no llegaron a entender del todo a don Josemaría y, en consecuencia, algunos se mantuvieron a cierta distancia. Desde muy temprano se dio cuenta el Fundador de ese distanciamiento, que provenía, no de falta de afecto por parte de sus hermanos sacerdotes, sino de que les faltaba un empeño decidido de hacer cosa propia aquella empresa divina. Tan sólo el capellán Somoano se había identificado con ella; y muy pronto se lo llevó Dios consigo.
Con objeto de unir a los que tenía más cerca, don Josemaría trató de vincularlos formalmente. Cinco de los primeros sacerdotes que le seguían se comprometieron a vivir la obediencia y a fomentar la adhesión completa a la autoridad de la Obra, en virtud de un "Compromiso" hecho el 2 de febrero de 1934. Su comportamiento, sin embargo, dejó mucho de desear. Era evidente que el Señor disponía las cosas de tal modo que, aun siendo "muy santos" aquellos sacerdotes, cuando se trataba de sacar adelante las labores apostólicas dejaban solo al Fundador. Y así todas sus energías físicas, y toda su voluntad, se gastaban por entero en secundar el impulso que el Señor imprimía a la Obra.
La creación de la Academia-residencia DYA en Ferraz fue la prueba de fuego que hubieron de pasar quienes seguían a don Josemaría. El lema DYA (Dios y Audacia) era el banderín que enarbolaba el Fundador, que, lleno de fe y confianza sobrenatural, se lanzaba a lo que estaba más allá de sus humanas posibilidades. Iba al paso que Dios le marcaba, con tal confianza y urgencia que, a ojos de algunos de los sacerdotes que con él colaboraban en aquella tarea apostólica, resultaba una colosal imprudencia. La decisión de don Josemaría, que pretendía montar inmediatamente una Academia-residencia careciendo de los medios materiales necesarios, era una locura declarada, un negocio suicida. Era una acción comparable —criticaba uno de ellos—, al que se tira desde gran altura sin paracaídas, diciendo: Dios me salvará. A fin de cuentas. ¿qué se ganaba precipitando las cosas? ¿No era mejor esperar al año próximo para abrir la nueva Academia-residencia con más preparación?
Indudablemente les faltaba audacia apostólica; y los criterios sobrenaturales, que el Fundador aplicaba al cumplimiento de su misión divina, no acababan de entenderlos. Con su falta de fe estaban retrasando el impulso que el Señor daba a la Obra entera, por medio del Fundador, que sabía llegada la hora de tener una residencia donde convivir con sus hijos, y formarles. Así lo exponía al tratar de ello en la oración:
Señor: el retraso, para la Obra, no sería de un año... ¿No ves, Dios mío, qué otra formación se podrá dar a los nuestros, teniendo internado, y qué otra facilidad habrá para conseguir vocaciones nuevas?
[...] ¿Un año? No seamos varones de vía estrecha, menores de edad, cortos de vista, sin horizonte sobrenatural... ¿Acaso trabajo para mí? ¡Pues, entonces!...
El lema "Dios y Audacia" constituyó la piedra de toque que deslindaba a quienes estaban dispuestos a seguir a don Josemaría, de aquellos otros que calificaban de imprudentes sus aventuras apostólicas. ¿Acaso les faltaba fe?, o, por el contrario, ¿no tendrían demasiada prudencia humana? Monseñor Pedro Cantero, que trataba al Fundador y conocía a esos sacerdotes, comenta: — «No sé, sin embargo, si supieron estar a la altura de lo que el Padre necesitaba. El horizonte que abría Josemaría era de tal amplitud que sólo podía entenderlo quien tuviese realmente la virtud de la magnanimidad. Me parece que los chicos jóvenes, con su audacia, seguían mejor lo que Josemaría tenía que realizar».
Por su parte, el Fundador no tardó en darse cuenta de que, para que comprendieran en su integridad el espíritu del Opus Dei, los sacerdotes debían provenir —como más adelante se explicará— de las filas de los miembros laicos ya formados en dicho espíritu. El Señor, evidentemente, se había servido de ese suceso de la Academia-Residencia para purificar su alma, como expresa en una catalina de enero de 1935:
No es que no quieran la Obra y a mí —me quieren— pero el Señor permite muchas cosas, sin duda para aumentar el peso de la Cruz.
A pesar de las muchas contrariedades, interiores y exteriores, don Josemaría se mantuvo firme, sin cejar en su propósito, con la seguridad de que el Señor le sacaría del atolladero (Porque no es tozudez: es luz de Dios, que me hace sentirme firme, como sobre roca). Y, como no era hombre que esperase milagros cruzado de brazos, recurrió con ímpetu a la oración y a la penitencia; ímpetu que le frenó su director espiritual:
No me consiente grandes penitencias —escribe—: lo de antes, nada más, y dos ayunos, miércoles y sábados, y dormir seis horas y media, porque dice que, si no, a la vuelta de dos años estoy inutilizado.
En cuanto a la cuestión económica, se había buscado quien le ayudase. En el pasado diciembre, el día de San Nicolás de Bari, nombró a este santo Obispo patrono de la Obra en asuntos económicos. Asimismo, acudió a San José con una misa votiva de acción de gracias, por los muchos dones del pasado... y por los que de él esperaba, para resolver el futuro de la Academia.
VÁZQUEZ DE PRADA