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14 enero 2026

SAN JOSEMARÍA HOY: 1932. La Obra crece gracias a los enfermos

El Hospital de la Princesa se hallaba a unos trescientos metros de la Academia Cicuéndez, calle de San Bernardo arriba, en el cruce con Alberto Aguilera. El centro dependía de la Beneficencia Sanitaria y estaba agregado a la Facultad de Medicina. Las salas tenían doscientas y más camas, aprovechando al máximo el espacio, de modo que no había sitio ni para las mesillas de cabecera. En dicho hospital trabajaba en diciembre de 1933 un joven médico, Tomás Canales Maeso, a las órdenes del doctor Blanc Fortacín, el mismo que firmó en 1927, a poco de llegar don Josemaría a Madrid, un certificado de vacunación. Cierto día se encontró Tomás a su jefe hablando con un sacerdote, al que presentó como «un gran sacerdote, pariente y paisano mío (de Barbastro), que no es trabucaire». (Trabucaire se llamaba al clérigo que se metía en política). A partir de esa presentación, Tomás se lo encontraba por las salas con mucha frecuencia: «lo veía a distintas horas de la mañana —refiere el joven médico—, por lo que deduzco que debía estar tres o cuatro horas». Tal vez aprovechase la cercanía del hospital para hacer varias visitas desde la Academia. En todo caso tenía sus salas de preferencia, pues solía detenerse en las de enfermedades contagiosas. Repetidas veces se le avisó del riesgo que corría. A lo que invariablemente contestaba, sonriente y sereno, que él estaba inmunizado a todas las enfermedades.
En el servicio a los enfermos residía la firmeza y la savia oculta del naciente Opus Dei. Así lo reconocía el Fundador volviendo la vista al pasado, poco antes de rendir su carrera en este mundo:
Fueron unos años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta [...]. La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas.
Verdaderamente, su alma se fortaleció en la escuela del sufrimiento, en las largas agonías, en la entereza ante el dolor. ¡Cuántas consideraciones y anécdotas piadosas provienen de sus visitas a los enfermos; y cuántos actos heroicos quedarán ocultos para siempre! Hay una catalina, del 14 de enero de 1932, que es como un canto triunfal al dolor: Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor... ¡Glorificado será el dolor!
La historia de aquella catalina la contaba en público durante la catequesis del año 1974 por tierras de América:
Era una pobre mujer perdida, que había pertenecido a una de las familias más aristocráticas de España. Yo me la encontré ya podrida; podrida de cuerpo y curándose en su alma, en un hospital de incurables. Había estado de carne de cuartel, por ahí, la pobre. Tenía marido, tenía hijos; había abandonado todo, se había vuelto loca por las pasiones, pero luego supo amar aquella criatura. Yo me acordaba de María Magdalena: sabía amar.
Con el cuerpo cauterizado por el dolor, y el alma purificada por el arrepentimiento, entró en agonía. El sacerdote le administró los últimos auxilios espirituales y, a las puertas de la muerte, le fue susurrando al oído la letanía del dolor. Ella, con la voz rota, repetía las frases gritando. Poco después moría, y en el Cielo está, y nos ha ayudado mucho, agregaba el Fundador.
Gracias a tanta oración, unas veces salpicada de sangre, y otras de lágrimas, se iba haciendo la Obra.
VÁZQUEZ DE PRADA