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4 septiembre 2025

San Josemaría hoy: 1961. Carlos Cardona

Carlos Cardona, un metafísico de estatura considerable, recuerda con nitidez que, siendo él muy joven, en septiembre de 1961, el Padre le había comunicado, de palabra, en directo, sin preámbulos y de sopetón, su nombramiento como director espiritual del Opus Dei, para el mundo entero. Fue en Villa Tevere, en una sala de trabajo llamada Comisiones. Al oír esta novedad, debió expresar en todo su rostro una indisimulable sensación de agobio, mezclada con el temor natural a "no saber estar a la altura de tal exigencia".
Escrivá -hombre excepcionalmente dotado para "discernir espíritus", que es un don sobrenatural, más que un pesquis o un psiquisrápido para "calar a la gente"- entendió que en el agobio y en el susto de ese hijo suyo había, o podía haber, el convencimiento erróneo de que aquella tarea que se le encargaba debía sacarla a puro brazo, con su solo esfuerzo, a golpe de codos y talento... ¿Quizá se olvidaba de que, como cualquier otro director en la Obra, tan sólo iba a ser un instrumento, tanto más útil cuanto más disponible? Lo cierto es que
Escrivá, mirándole a los ojos, le dijo:
-No te he nombrado por motivos positivos..., que no los hay. Te he nombrado porque las razones negativas, que sí las hay, no son de calado suficiente para impedirlo.
Palabras nada lisonjeras y más bien crudas. Pero Carlos Cardona, que llevaba cinco años viviendo bajo el mismo techo del Padre, había palpado, con evidencias entrañables, cuánto le quería, qué bien le conocía y cómo no dejaba pasar ocasión de exigirle, de corregirle, de darle cariñosamente "en la cresta"..., en la cresta de cierta altivez intelectual, muy frecuente en los hombres-lumbrera.
Hubo un instante de silencio. El Padre, con la seguridad del forjador que conoce el buen temple de un acero, cuando lo pasa del fuego en rojo vivo al agua fría, sin dejar de mirarle al fondo de las pupilas, aún continuó:
-Hay hermanos tuyos que lo harían mejor que tú... Pero me hacen falta donde ahora están. Y ahí, en cambio, tú no puedes sustituirlos.
E inmediatamente, el quiebro: el Padre sonríe. Sonríe con los labios, con los ojos, con las mejillas, con la frente... Extiende sus brazos. Toma a su hijo por los hombros, como oprimiéndole con un cariñoso zarandeo. Le llama por su nombre. Y sale al quite de su preocupación:
-Pero tú, Carlos, tú, hijo mío, no te preocupes. ¡Ya te ayudaremos! Y, entre todos, esto saldrá adelante... con la gracia de Dios.
Después, como dándole un resello a la importante carga de responsabilidad que acaba de poner en sus manos, ya saliendo de la habitación le dice, entre bromas y veras:
-"Padre espiritual", ¡que recéis por mí a Dios nuestro Señor! Amén.
La reacción de Carlos Cardona es irse flechado al oratorio de la casa del Vicolo, el de Santos Apóstoles. Allí, se clava de rodillas. Dirigiéndose al Señor, le dice con confiada osadía:
-Te traslado el nombramiento. Sé Tú el Director Espiritual... Yo trabajaré para Ti, a tus órdenes: yo seré tu "oficial".
Era, al pie de la letra, la "piedad de niños" que el Padre le había enseñado. Era, hecho vida, aquel punto de Camino: "Me apoyo en ti: ¡tú verás qué hacemos...! ¡Qué íbamos a hacer, sino apoyarnos en el Otro!"
Carlos Cardona no podrá evitar cierto estupor de asombro cuando, pasado muy poco tiempo, el Padre le consulte sobre sus lecturas doctrinales y, con toda sencillez, le pida una relación de tratados de teología sobre la Trinidad.
-¡Pero... a ver qué me das! Que sean libros de doctrina buena ¡de ley! y rectos a carta cabal... ¡Que ni por el forro querría yo poner mi fe en peligro!

Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.