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Álvaro del Portillo, camina rápido por la carretera, que apenas tiene tráfico. Se detienen frecuentemente a contemplar el lago Albano, apoyados en una valla de madera cercana al hotel con que se inicia el pueblo.
Allí, muy cerca del lago, hay una vieja casona rodeada por terrenos sin cultivar: es propiedad de la Santa Sede, pero la utiliza la Condesa Campello para una actividad de beneficencia. La proximidad de la ciudad y la privilegiada situación convierten este rincón italiano en un lugar idóneo para levantar un Centro del Opus Dei. Es-un sueño más, ya que no hay la menor posibilidad económica. Y, por esta razón, el Fundador y don Álvaro, acodados en la barandilla que rodea el lago, comienzan a «bombardear» con Avemarías los viejos muros de la casa.
En el verano de 1949, la esperanza del Fundador se convierte en hechos: Su Santidad Pío XII cede, de modo temporal, la casa y los terrenos a la Obra.
El Padre quiere que un grupo de sus hijos pase allí el verano de 1949 porque el calor aprieta en Roma y pesa sobre el reducido espacio vital del “Pensionato”. Pero antes hay que convertir las estancias, enormes y abandonadas, en un lugar habitable.
Varias asociadas se trasladan, con este fin, desde Roma a Castelgandolfo. Ya han vivido los avatares del Pensíonato y el comienzo de las obras de “Villa Tevere”. Ahora surge un nuevo instrumento de apostolado, por gracia de Dios, en la vieja casona de Castelgandolfo. Y allá van, para preparar nuevamente el camino. El aspecto no es alentador: el jardín está invadido por la maleza, que alcanza más de un metro de altura. Los refugiados han guisado, dormido y cuidado animales domésticos en las habitaciones durante muchos meses. La zona de lavandería se utilizó como gallinero, y sobreviven, quien sabe por qué prodigio biológico, piojos a millones. Al iniciar la limpieza, cubren las manos y brazos como manoplas.
Parece ingente la tarea de convertir la casa junto al lago en un local desinfectado y limpio. El «agua fuerte», las lejías y jabones entran en juego y el sol del lago Albano logrará, en breve plazo, atravesar la transparencia de los cristales, dar su auténtico color al suelo, a la claridad de los muros recién pintados.
El Padre se instala frecuentemente en una de las habitaciones con don Álvaro, para seguir trabajando. Escribe directamente, a mano, con sus trazos inconfundibles, firmes y amplios.
No olvida dedicar un rato a la tertulia y a sembrar buen humor por la casa. Pero también al cuidado por la buena formación de todos, al cariño... ¡a su responsabilidad de Fundador!... Se preocupa de que descansen, de que estén fuertes y alegres, porque es síntoma claro de lealtad a su vocación.
«La infidelidad deja, hasta en el rostro, una huella de tristeza».
Este será un verano intenso. A pesar de todos los esfuerzos, la casa no reúne condiciones para ofrecer un mínimo de comodidad a tanta gente. La parte destinada a la administración doméstica carece de utensilios y maquinaria adecuados al volumen de trabajo.
A pesar de todo, las actividades comienzan en septiembre de 1949. En esta casa junto al lago Albano, treinta chicos que han venido desde Roma viven aquí la realidad de la vida en familia del Opus Dei. Esta gozosa fraternidad ha irrumpido en su oración, su estudio, sus tertulias y excursiones. También se derrama fuera de la casa, en los campos, montes y trenes de cercanías. El Padre enciende el fuego de su espíritu. Trata de imprimir, en cada uno, el perfil sobrenatural de la Obra. Les habla de humildad, de trabajo, de oración, de perseverancia.
No resulta extraño que todos vuelvan renovados, tras estos días, al “Pensionato”. Por las noches, las ventanas del pequeño estudio romano permanecen iluminadas hasta que aparece el sol. Los amigos que frecuentan la Residencia se admiran, atónitos, del ardor con que continúan las obras de “Villa Tevere”, del ambiente que se respira en la casa y de la talla espiritual del Padre, que les conoce, les saluda y les habla de la divina misión de los hijos de Dios en la Obra: un milagro “quasi flumen pacis”. Como un río de juventud, bondad, belleza.
Ana Sastre, Tiempo de caminar. Rialp, Madrid, 1990, 2ª ed.