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Otras veces, sacando también del baúl de su propia intimidad, en lugar de enseñarles sus luces, les muestra la cara oscura de sus arideces, para que entiendan que él también es de barro deleznable. Así, un día de otoño de 1968, a alguien que le habla de "seguridad en la vida interior", le contesta con sencillez:
- Hijo, yo les tengo una gran envidia a esas viejecitas que, en el rincón de una iglesia, rezan dando suspiros... ¡Sí, porque llevo treinta y ocho años marchando a contrapelo, seco, haciendo mi oración a fuerza de sacar el agua con un pozal!
Y al que le ha preguntado de qué modo puede ser más generoso con Dios y con los demás, le regala una confidencia de su propia lucha ascética:
- Eso cada uno lo sabe, al hacer el examen de la noche. Yo, a menudo, tengo que decirle al Señor: "hoy Josemaría no está contento de Josemaría".
O, en otra ocasión similar:
- ¿Tú quieres saber cómo he hecho yo hoy mi acción de gracias, después de la Misa? Pues... entregándole al Señor toda mi pena por no saber servirle mejor.
Pero, con el mismo vigor y con la misma sinceridad, puede agregar que, a pesar de sus fallos y de sus fragilidades, jamás siente el zarpazo de la tristeza, ni de la melancolía, ni de la soledad. Y ofrece a sus hijos el secreto de su vida rezumante:
- Me siento siempre acompañadísimo: con la Trinidad Beatísima en mi alma, en mi corazón... ¡No estamos nunca solos! ¡No tenemos por qué estar nunca solos, ni tristes, ni aburridos! Sólo se aburren los que viven de vanidades.
El detalle material más nimio le sirve para estimular a los suyos en su andadura hacia Dios:
- ¿Ves ese pequeño desconchón en la pared? Anda, hijo mío, haz una nota para que le den cuanto antes un toque de pintura... Es como en el alma un pecado venial: uno solo parece que no es nada... pero uno y otro y otro... ¡queda el hombre como un leproso!
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.