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Él es el Padre. Como cabeza de la Obra, recibe constantes gracias, mociones y luces de Dios que no debe retener ni embalsar, sino transmitir a los suyos con "alta fidelidad". Para no olvidar esa dinámica de flujo incesante, tiene sobre su mesa de trabajo un aislador de vidrio, verde y grande, de esos que se utilizan en los tendidos eléctricos. Pero, además, lleva siempre en el bolsillo de la sotana una pequeña agenda. Ahí anota, rápido y atento -a veces con una o dos palabras nada más- lo que en cada momento Dios quiere darle a entender: un texto de la Misa, una frase del Breviario o de la Sagrada Escritura, que ese día le interpela en su interior con una resonancia nueva, con un sentido distinto, con una claridad hasta entonces ignorada... Él es, en la Obra, el maestro. Pero, bien persuadido de que la Obra no es suya, vive como un discípulo, con el corazón a la escucha de las lecciones de Dios. Después, en la ocasión oportuna, distribuirá entre sus hijos "la ración de alimento".
El suyo es un magisterio con cintura, con garbo, con donaire. Al quiebro de los sucesos de cada día. Al fluir del hilo de la vida. Un magisterio que ni se arrellana en la butaca, ni se parapeta detrás de la tribuna. Un magisterio que se expende de pie, siempre de camino y jamás con fatiga. Un magisterio que sale al paso de las continuas interpelaciones entre Dios y los hombres. La escuela de Escrivá, aunque llega muy lejos y se esparce por los cinco continentes, se inicia y se desenvuelve en el ámbito íntimo de lo familiar. Literalmente, en su entorno. Su gente aprende el espíritu y el talante de la Obra, viendo cómo lo vive el Padre. Junto a él: en la cotidianidad común y corriente, en el ir y venir por las habitaciones de la casa, en un rato de tertulia, durante un trayecto en coche, en una meditación, comentando las noticias del telegiornale, a propósito de una puerta que se ha quedado abierta, o de algo que se ha leído esa misma mañana...
Sí, esa misma mañana, mientras leía el Evangelio, ha reparado en un pasaje muy conocido, pero que esta vez ofrecía un nuevo bisel. Y ahora, sacando la diminuta agenda del bolsillo de su sotana, relee la nota que tomó y les comenta el hallazgo:
- "Y salía de Él una virtud que sanaba a todos". Sanabat omnes... Me ha llenado de consuelo pensar que, entre esos omnes, habría de todo: unos que le querrían y otros que no... Pero Jesús no hacía distinción, no hacía acepción de personas: sanabat omnes, ¡los curaba a todos!
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.