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6 agosto 2025

San Josemaría hoy: 1970. Clama, ne cesses!

El 6 de agosto del mismo año 1970, otro jalón, en esa secuencia de diálogo continuo que de cuando en cuando tiene fulgores de meridiana luminosidad. Esta vez se trata de una invitación a redoblar la plegaria; a pedir y pedir, sin cansancio, hasta conseguir: Clama, ne cesses! era la moción divina: Continúa rezando. No te canses. Convierte tu vida en un clamor...
Y Escrivá transmite a cada uno de sus hijos, que son ya miles y miles y miles por el mundo universo, ese deseo del Cielo. En la Obra -desde la real gana de cada una y de cada uno- se arrecia en la oración. Ciertamente, el Opus Dei, porque está repartido por los dos hemisferios, a cualquier hora del día o de la noche, desde que sale el sol hasta el ocaso, es un clamor que no cesa.
Y, en ese tracto de comunicaciones de Dios al hombre, sucede aquella locución de Caglio, señalando con claridad a Escrivá que el cauce de ese clamor ha de ser el Trono de la Gloria: la Madre de Dios, la Madre de la Iglesia, la Madre de todos los hombres, la Reina del Opus Dei... Ir con confianza ¡fiándose! al Trono de la Gloria, para conseguir misericordia.
Ni Josemaría Escrivá ni la gente de la Obra son cristianos milagreros. Más por honradez que por desconfianza, funcionan con el "a Dios rogando, y con el mazo dando". Saben que la almendra de su vocación es lo vulgar y corriente, el trabajo con sudor y la oración con esfuerzo. Pero viven con la mayor naturalidad su vida sobrenatural. Entienden que rezar es asunto de dos: y oír a Dios que habla. No puede extrañarles que el Espíritu Santo encienda luces, espabile energías, promueva afectos, deletree frases con un valor nuevo y con un significado hasta entonces ignorado.
Muchos años atrás, un confesor del joven sacerdote Josemaría Escrivá ya, con esa natural sobrenaturalidad, le había recomendado que tratase íntimamente al Espíritu Santo, al Gran Desconocido: "no le hable: óigale".
Lo raro es que nos asombre, lo impertinente es que nos sorprenda que, en esa dinámica dual de la oración, la mayor elocuencia y el protagonismo más eminente corresponda a Quien más cosas tiene que decir y mejor sabe decirlas.
Escrivá entró desde muy joven por esa senda de la oración que pone el corazón a la escucha. Y así se sintió cariñosamente reprendido en su interior cuando, a principios de los años treinta, en Madrid, mientras daba la comunión a unas monjas, en la Iglesia de Santa Isabel, él iba diciendo mentalmente "te quiero más que ésta... y que ésta... y que ésta...". Allí y entonces "oyó" un reproche claro y hasta castizo: "¡obras son amores, y no buenas razones!".

Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.