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4 agosto 2025

San Josemaría hoy: 1966. Les enseña a cocinar el pollo

Esto mismo lo dirá, años después, ante miles de personas. Pero, en el verano del 66, esas frases son sus primeras reflexiones en voz alta: el respingo mental inconformista de quien no se acamaleoniza, ni intenta adoptar el color de la moda imperante.
Recurre a todos los medios, para pedir por la Iglesia, "desde la Jerarquía hasta el último de los bautizados". Y, para el día 4 de agosto, fiesta de Santo Domingo de Guzmán, organiza un viaje a Bolonia, en la región Emiglia-romagna, porque desea celebrar la misa en el templo de San Domenico, donde se conserva el arca sepulcral del santo fundador de los dominicos.
Conduce, como casi siempre, Javier Cotelo. Van en el Fiat 1100, que no tiene aire acondicionado. Están en plenos días de canícula, y el calor se deja sentir, como plomo derretido, por la autopista. Durante el trayecto, a la ida y a la vuelta, Escrivá recomienda a sus tres acompañantes -y lo hace con insistente interés- que recen mucho por los religiosos. No necesita decirles que ésa no es la espiritualidad del Opus Dei; pero sí les subraya que "el estado religioso ha sido y sigue siendo absolutamente necesario en la Iglesia".
Javier Echevarría suele ayudar a Escrivá, cuando celebra su misa, cada día. Sería lógico que se hubiese acostumbrado. Sin embargo, no es así. Y, en concreto, esa misa del Padre en San Domenico deja en él tal impresión, tal muesca, que veintiocho años después de aquel viaje, evocándolo con toda nitidez escribe:
"Tengo muy viva en la memoria la devoción con que celebró aquella misa. Digo esto porque, si cada una de sus misas era ya una sacudida fuerte para quienes la presenciaban, en aquella de San Domenico, notamos, palpamos que nuestro Padre rezaba de un modo muy especial por el estado religioso: con amor, con gratitud. Yo diría que...con predilección"
Un rasgo personalísimo, inconfundible, de Josemaría Escrivá de Balaguer es la naturalidad con que pasa de lo más sublime a lo más pedestre; y al revés, de lo más común, a lo más eminente. Sin cortes bruscos, sin necesidad de echar el telón o de abrir paréntesis. El motivo no es otro que una constante noción de saberse en presencia de Dios. Para él, eso es tan natural como respirar, o como sentirse alojado bajo la capa del cielo. Desde ese prisma, nada le es indiferente. Antes bien, está persuadido de que, todo lo que tiene un bisel humano puede tener, debe tener, un bisel divino.
Si hubiese entomólogos de santos, a Escrivá deberían clasificarlo como un santo todoterreno: Un santo de los que están en lo real. Como dijo el poeta, en "lo tan real, hoy lunes".
En ese correlato se entiende este suceso: El 15 de agosto, día de la Asunción de la Virgen, en el que todos los miembros del Opus Dei consagran sus personas, sus trabajos y sus apostolados al Corazón Dulcísimo de María, el Padre pasa a estar un rato con Blanca, Begoña, Dora y Rosalía. Les habla de las resonancias históricas y familiares que esa fecha tiene para los de la Obra. Y estando así, en conversación de asunto tan elevado, de pronto se acuerda de... lo del pollo.
"Lo del pollo" es que, la víspera, mientras Escrivá y los demás trabajaban entre libros y papeles, oyeron durante varios minutos un estridente cacareo. Sonaba muy cerca. Se miraron con caras de extrañeza, porque ese sonido no era habitual allí en el Castelletto.
Al día siguiente, 15, es la gran celebración. A la hora de comer, mesa de fiesta y, como gran festín, un pollo muy engalanado. Ya en el primer bocado notan que está duro y correoso; pero nadie hace el menor comentario.
Cuando entra la doncella, para retirar los platos y servir el postre, Escrivá le pregunta:
- Rosalía, hija mía, ¿de dónde habéis sacado este pollo?
- Fueron a comprarlo ayer, en el pueblo. Lo trajeron vivo y lo matamos por la tarde.
Eso explicaba los cacareos de la víspera. Y también, la agarrotada dureza de la vianda.
Ahora, Escrivá, de tertulia con sus hijas, les sorprende, pasando de la Asunción a la gastronomía, sin más transición que una simpática sonrisa:
- Mirad, siendo yo un niño, oía comentar a mi padre, que era un buen cazador: "la perdiz, por la nariz". Con ese refrán quería decir que los animales, después de sacrificados, hay que dejarlos algún tiempo antes de comerlos. Los cazadores -según me explicaba mi padre- suelen colgar la caza por el cuello, hasta que las piezas caen al suelo, por sí mismas, desprendiéndose el cuerpo de la cabeza. Entonces, la carne está ya a punto para ser comida. Pero no antes, porque el trauma de la muerte produce una rigidez muscular, y la carne se queda muy dura. De ahí que haya que esperar unos días. "La perdiz, por la nariz". Son sabios los refranes... ¿no veis, hijas mías, que en las tiendas, en las pollerías, tienen las piezas colgadas, y pasa bastante tiempo desde que las sacrifican hasta que las venden? ¡Debéis ser... más "fijonas"!
No les menciona el pollo del mediodía. Ni falta que hace. Con la mayor amenidad, les ha enseñado algo útil que ellas no tenían por qué saber. Lecciones de cosas. "Lo tan real, hoy lunes".

Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.