-
Frente a Epicuro, a Kant, a Sartre, el más ignorante y pobre y desvalido de los cristianos puede pisar fuerte con la gallardía de quien tiene una respuesta imbatible para el gran enigma, para el gran agujero negro sin retorno, para el gran misterio de la muerte. Ésta: la muerte no es algo que ocurre, es alguien que llega. Todos, cada cual a su tiempo, seremos o habremos sido "ese alguien que llega", alguien que llega a la cita. Alguien que llega, por fin, a ponerse bajo la custodia del Otro... Del Dios totalmente Otro. Del Dios que avala la "promesa de una futura inmortalidad". Del Dios que garantiza la esperanza de una feliz resurrección. De ahí, el más audaz y magnífico de los desafíos cristianos: atreverse no sólo a creer en la inmortalidad de las almas, sino a esperar en la resurrección de los cuerpos. Con facilidad se olvida que la opera magna del cristianismo no es un crucificado vencido, sino un resucitado vencedor.
Esta esperanza palpitaba también desde antiguo en el hondón del pueblo hebreo. Con vigorosa plasticidad lo expresa el Salmo: et exultabunt ossa humilliata. Los huesos abatidos saltarán de alegría.
Durante el mes de agosto de 1941, Josemaría Escrivá predica un curso de retiro en el oratorio de la Residencia de Diego de León, en Madrid, para un grupo de chicas jóvenes que no son de la Obra. Entre ellas están Encarnita Ortega y Nisa Guzmán. Más de treinta años después, Encarnita recuerda al pie de la letra algunos fragmentos de una meditación que le sorprendió. Nunca había oído hablar así de la muerte:
- La muerte para un cristiano, para una persona del Opus Dei, no es nunca una muerte repentina. Repentina es una cosa que no se espera. Y nosotros estamos constantemente buscando y esperando a Dios. La muerte repentina es como si el Señor nos sorprendiera por detrás y, al volvernos, nos encontráramos en sus brazos.
La idea de morir no le estremece, no le infunde temor. La afronta no ya con serenidad, sino con alegría. Un día de diciembre de 1965 pasa con Álvaro del Portillo a Villa Sachetti. Quiere ver qué tal va un juego de ornamentos litúrgicos -para las misas de difuntos- que está bordando Mercedes Anglés. Se trata de un trabajo delicado: trasladar a una seda negra nueva las flores multicolores de un viejo mantón de Manila que les regalaron un par de años antes. Al verlo, bromea, porque "siendo un juego funerario" va a quedar tan florido y verbenero. Y enseguida comenta:
- Es muy bonito. Además, así de alegre tiene que ser. Para nosotros, la muerte no es tristeza.
También, cuando los albañiles andan todavía construyendo, a varios niveles bajo el suelo de Villa Tevere, lo que será la cripta -un oratorio que albergará varios enterramientos- habla con los arquitectos, para que lo decoren con una ornamentación alegre, que no dé miedo. Les sugiere poner figuras alegóricas de la paz, de la alegría, de la fecundidad, de la inmortalidad... Y policromarlas con colores suaves y cenefas doradas, que animen el ambiente de esa estancia, donde se ha de poder estar y rezar a gusto, sin inquietud. Mientras, como un ritornello repite que los cristianos "no morimos, cambiamos de casa".
Para ver cómo marchan las obras baja un día a la cripta con algunos de sus hijos más jóvenes, alumnos del Colegio Romano.
En el centro, a ras de suelo, hay una superficie rectangular que cubre el hueco de la que habrá de ser su propia tumba. Se acerca. Lo mira. Y, con asombro de los que le acompañan, se arremanga la sotana y se pone a dar saltos sobre la cubierta de cemento:
- ¡aprovechaos ahora! Después, cuando ya esté yo ahí, no os dejarán hacer esto... Y yo también aprovecho para brincar y moverme, ahora que puedo. Para estar quietecito, ¡ya tendré mucho tiempo!
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.